No quiero ni pensar

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Estaba tirada en el sillón del living de su casa, con la tele encendida y pasando canales sin mirar. El cuerpo lo tenía dividido en dos, porque por un lado su físico le respondía y sus dedos eran capaces de manipular el control remoto e ir pasando de un canal a otro, con la vista clavada en la pantalla, pero su cabeza estaba en otro lado menos ahí. A unos miles de kilómetros de su casa. En otra ciudad. En otra habitación. En un momento específico, de un día y una hora puntual. Dos meses atrás, en la cama de Eliza, en su última noche juntas y en el preciso instante en que sintió cómo se pegaba a su espalda y pasaba un brazo por su cintura antes de dormir. En la reacción automática que tuvo su cuerpo y en cómo apoyó la mano en su antebrazo, en un silencioso mensaje mientras que de fondo podía escuchar los latidos de su propio corazón. No sabía por qué carajo estaba pensando en eso, se le había venido el recuerdo de repente y estaba en bucle repitiendo la escena y no lo podía frenar, la puta madre. Quería que dejara de darle vueltas pero su jodida cabeza hoy se había levantado con ganas de romperle las pelotas y amargarle el día, justo hoy, que tenía mil pacientes por atender y ella ahí, echada como una foca en el sillón y perdiendo el tiempo.

Recordar la fila de pacientes por atender la hizo reaccionar a medias, porque sus dedos apagaron el televisor pero su mente seguía recordando el abrazo de la doctora. «¡Basta, Alycia, por Dios! ¿Qué carajo se te dio por acordarte de ella después de dos meses?». ¡Eso, que ya la había olvidado, por favor!

Los primeros días después de su vuelta de España habían sido muy raros, estaba despistada y de mal humor. Cuando se despertaba en su cama y caía en la cuenta de dónde se encontraba, se ofuscaba, empezaba el día como la mierda y lo terminaba peor, porque venía cargada con el intento de disimular todo el día que estaba bien y eso la agotaba mucho, muchísimo. Porque no estaba bien, extrañaba Valencia, el calor de su ciudad y la extrañaba a ella. Si, para qué mentirse a sí misma. Lo aceptaba y fue por eso que quizás el proceso de reacomodarse a su vida de siempre le costó un poco menos de lo que esperaba, por suerte. Las semanas pasaban y se iba sintiendo mejor, aunque cada tanto algo sucedía que la hacía recordarla; cuando el frío rosarino le calaba hasta los huesos, a veces pensaba en el calor valenciano y lo mucho que le gustaba; cuando se ponía al tanto de las noticias del mundo futbolero, prestaba especial atención al Valencia y sonreía cuando perdían y ponía los ojos en blanco cuando ganaban; cuando se le daba por llevarse un "caramel macchiato" del Starbucks de camino al hospital, porque a veces se antojaba por un café cortado, se acordaba del dulzor de la horchata y sonreía, porque le encantaba pero con tal de joderla le decía que era muy dulce. Justo ella, que viviría a dulces pero claro, la rubia eso no había llegado a descubrirlo; cuando se ponía la camiseta de Boca los días que podía ver los partidos en casa y se acordaba, a veces, de cuando le confesó que se la imaginó vestida así, sonreía como idiota y pensaba lo lindo que hubiese sido haberlo conseguido pero que se iba a quedar con las ganas porque no iba a verla nunca más. Entonces, cuando ese recordatorio de que no la iba a ver más llegaba a alguna parte avivada de su cerebro, reaccionaba, accionaba la perilla de "vuelta a la realidad" y continuaba con su vida que no estaba tan mal.

Después del lapsus "Eliza" finalmente había podido archivar esos recuerdos y activar su cuerpo y por eso ahora se encontraba en su consultorio. A sus espaldas tenía un ventanal con vistas al parque interno del hospital, eso hacía que fuese un lugar luminoso y a la vez cálido, sin necesidad de luz artificial lo cual le encantaba. Trabajaba en el Hospital Privado de Rosario, un lugar reconocido y de prestigio, no sólo por las enormes instalaciones y la cantidad de profesionales y prácticas con las que contaba, sino por la calidad de los servicios y la atención del lugar. Estaba ubicado en pleno centro de la ciudad con lo cual agradecía la suerte que tuvo al tener el consultorio con vistas al parque y no a los edificios de enfrente, porque además estaba alejada de los ruidos provenientes de la calle.

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