Cuando el amor duele

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Las cosas no estaban siendo fáciles y no se asombraba, porque lo suponía. Lo que no suponía es cómo se le estaba complicando en demasía encontrar un momento para hablar con Gonzalo. Ya no tenía dudas, la decisión de contarle absolutamente todo estaba tomada pero el miedo que sentía era inmenso. Cada vez que lo miraba a los ojos, cada vez que la buscaba para hacer el amor, cada vez que la abrazaba, que la acariciaba con esa delicadeza de cuando uno toca lo que ama, se partía, se moría por dentro, se sentía la peor de todas, la mala de la película, la villana, aquella mujer que derrumbaría en minutos lo construido durante años. ¿Dolía? Muchísimo. Porque lo quería tanto, lo apreciaba sin medidas, lo admiraba y no tenía dudas en afirmar que era el hombre más bueno que había conocido en sus años de vida. Se había pasado horas y horas buscando algo que lo hiciera culpable de sentirse así, algo que la haya llevado a dejar de amarlo, pero caía en la cuenta, una y otra vez, que no había sido culpable de nada y que el único motivo era ella, Eliza. La única persona que fue capaz de hacerle sentir tanto al punto de tomar la decisión de separarse de Gonzalo, una decisión que jamás hubiese creído viable.

Era viernes, habían pasado más de tres semanas desde que Eliza volvió a España y en todo ese tiempo no habían intercambiado palabras, incluso el día después de aquella charla frente al hotel no la había vuelto a ver al día siguiente. Con toda la fuerza que pudo juntar se había prácticamente encerrado dentro de su consultorio para no buscarla y cuando su jornada finalizó, salió casi corriendo sin mirar a los costados, por poco mirando sus pies por si se la cruzaba. Lo había hecho así no porque no quisiera verla, por Dios, sólo ella sabía cómo su mente y su cuerpo deseaban estar a su lado, sino porque esta vez quería hacer las cosas bien. Quería darle el espacio que Eliza necesitaba y, en consecuencia, el que ella también. Porque debía parar, poner un freno a su constante insistencia en estar con ella estando aún con Gonzalo, aquello no las llevaba a nada y las lastimaba, girando siempre en el mismo punto sin avanzar. Necesitaba no saber de ella, no estar influenciada por nada para ver qué le pasaba, para ver si realmente era amor lo que sentía y no algo pasajero, aunque por dentro no tuviese ninguna duda, lo necesitaba, porque era una forma de seguir reforzando en silencio aquel amor y dándole fuerzas para enfrentar las cosas. Sola. Sin tenerla a ella en vilo esperando que actuase. Eliza no se merecía pasar por eso mientras encontraba el momento de hablar con su marido, porque si para ella era difícil para la rubia lo sería también. Pero no quería que pensara que se había olvidado de ella, que había desistido o que se había dado por vencida y fue por eso que se le ocurrió empezar a enviarle regalos. Cada uno con una nota distinta y esperando que entendiese sus mensajes, su forma de decirle "quiero hacer lo correcto, quiero pelear por nuestro amor y estoy buscando la manera de que seamos sólo vos y yo", y que con cada te amo que acompañaba las notas supiera que su sentimiento seguía intacto y que pensaba en ella todos los días, a cada segundo. Que quería construir un futuro juntas, ser su novia, su pareja, su amante, su compañera, su amiga, su esposa, su todo. Que no podía vivir separada de ella y que haría lo imposible por encontrar la manera de verse, de superar las distancias hasta que ya no quede nada y finalmente puedan estar al menos en una misma ciudad. Que hablaría con Gonzalo, con su familia, con sus amigos, que se sentía capaz de enfrentar lo que sea por ella pero por sobre todo por sí misma.

«Porque todo lo que querría tener estaría a tu lado»

Todavía retumbaba en su cabeza aquella frase de Eliza en plena discusión y la manera en que a partir de ahí las cosas habían encajado. Qué ciega había estado, qué mal lo estaba viendo todo porque había elegido verlo desde el ángulo incorrecto, desde la postura más victimizada cuando en realidad era cuestión de mirarlo en espejo, de volcarlo de cara y pensar en que era mucho más lo que ganaba que lo que perdía, si es que algo perdía. Porque todo lo que quería estaba a su lado... «Joder, gallega, haberme iluminado antes», pensó bromeando para sí, sonriendo de lado al imaginársela poniendo los ojos en blanco ante el apodo y siguiéndole el juego, por supuesto. Ay, Dios... ¡Cuánto la amaba y cuánto la extrañaba! ¡Cuánto la necesitaba a su lado! Los días sin saber de ella la estaban matando pero esta vez de ansiedad, de ganas por poder resolver su vida y salir corriendo a sus brazos, de mirarla a los ojos y decirle que ya estaba, que era libre, suya, que ya nada era compartido, que su cuerpo era territorio sólo para ella y que acampara de por vida, mínimo. Que estaba dispuesta a vivir ese amor sin esconderse de nadie, ya no. Y besarla. Besarla hasta que le dolieran los labios y así y todo seguir porque seguro no podría parar. Enredar los dedos en su pelo, cambiar de ángulo y comerle la boca, besar su lunar, sus mejillas, la línea de su mandíbula, su cuello y volver a sus labios otra vez. Morderlos. Lamerlos. Sentirlos pegados a los suyos, jugar con su lengua, hacerla suspirar, gemir, jadear entre beso y beso. Volverla loca, volverse loca. Enloquecer juntas y no separarse nunca más.

VirahaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora