Niñera VI

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Athena

No tenía ni idea de a dónde debería de ir. Seguramente, debía ir a casa, coger la maleta y volver a la residencia a desempacar todo. Pero por hoy ya había pensado mucho, y aunque pensé que no tendría tiempo, sólo con pensar a dónde quería realmente ir, hizo que apretara las llaves de la casa de mi hermano.-Su casa porque en teoría, yo ya no vivía ahí.- Apenas eran las cinco y media, así que sí tenía tiempo si me daba prisa. Abrí la puerta principal y un aroma a vainilla me invadió las fosas nasales. Era de mi perfume, amaba ese olor por lo que también había comprado un ambientador de vainilla para esta casa, aunque ahora que no viviría mucho aquí, me lo llevaría a la residencia. No tuve mucho tiempo para pensar. A mi derecha nada más entrar estaba la sala, blanca con dos sofás negros de terciopelo formando una L. Enfrente de uno de ellos estaba la televisión y unos ventanales enormes que dirigían al jardín. A mi izquierda, la cocina, había una encimera de mármol negro, y una isla del mismo material y color. Seguí recto para subir a las escaleras que conducían a mi cuarto.

 La puerta, blanca y de madera, crujió un poco al abrirse ante mí. Corrí un poco al armario que había al lado de mi cama individual, que no era muy pequeña. Abrí la puerta de este con un poco más de fuerza de la necesaria y saqué la poca ropa que me quedaba allí, para meterla en una bolsa aparte que también me llevaría. Esa ropa consistía en parte por una camiseta color azul cielo de manga corta, unos pantalones especiales para equitación, y me ordené el pelo en otra trenza, esta vez me llegaba un poco más arriba ya que la hice más apretada. Me puse mis botas negras que casi me llegaban a las rodillas, cogí mi equipamiento y me marché por donde había venido.

Conduje como una loca, no por prisa, sino porque me encantaba conducir a toda velocidad. Sentir como el motor de mi moto rugía debajo de mí y el viento ondeando mi pelo trenzado hizo que sintiera una paz y una adrenalina que pocas veces lograba sentir. Unos mechones se escaparon del peinado, pero luego lo arreglaría. Aunque ya conocía el camino de memoria y no me gustaba desconcentrarme mucho, por los caminos en los que sólo había carretera recta y pradera verde, arrancaba hasta casi doscientos. Sólo estábamos la carretera recta, mi moto y yo. Aprecié esos minutos hasta que disminuí rápidamente la velocidad. Habíamos llegado. La hípica a la que iba estaba en una colina, y lo primero que me recibió fue el sonido de los caballos al relinchar. Habían algunos niños correteando y riendo cerca de las cuadras, y algunos caballos estaban al trote en la pista de afuera. En el picadero se escuchaba a Vivian, mi profesora. Pero eran casi las seis, y a esa hora terminarían las clases.

Vi a un caballo. Golden. Un caballo pinto. Blanco con manchas marrones en el lomo, manos, pies, cara y más. Lo que más destacaba era su condición de heterocromía. Su ojo izquierdo era marrón, casi negro, mientras que el otro era de un azul claro. Una de las cosas más apreciadas en mi vida, por no decir la que más. Después de cepillarle, ponerle la silla, cabezada de trabajo, protectores y de darle bastantes caricias y palabras de afecto, la gente,- la mayoría niñas o adolescentes-, volvían a las cuadras con los caballos a su izquierda. Salí cuando todos habían pasado. Apreté la cincha y me aseguré de que todo estuviera bien colocado.

Cuando me subí y empecé a entrenar me olvidé de todos y cada uno de mis problemas. Después de unos pocos minutos al paso, hicimos algunos ejercicios al trote. Trote en suspensión, sin estribos, sin riendas, sentado,...  También trabajé las paradas, círculos, diagonales u otras formas geométricas. Vivian apareció al poco rato.

-Hombre, pero si aquí tenemos a mi mejor estudiante.- Ironizó.

-Hola a ti también, Vivi.

-¿Barras?

Asentí. Comenzó a poner algunas barras en el suelo. Cada una de la otra se separaba por un tranco, más o menos. Vivian era una profesora que fuera de la hípica, era una amiga más. Rondaría los treinta años. Llevaba su pelo recogido en un moño castaño. Llevaba una camiseta de tirantes ajustada color magenta y unos pantalones iguales a los míos, pero en vez de blancos como los míos, ella los tenía en negro. Tenía los ojos marrones  y pequeños. Una nariz puntiaguda y pómulos poco marcados. 

Una Sola MiradaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora