2. Primera noche.

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Narrador omnisciente.

Ambos permanecieron allí sentados un momento, demasiado abrumados para moverse

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Ambos permanecieron allí sentados un momento, demasiado abrumados para moverse. Al final se obligaron a mirar hacia el destartalado edificio. Un grupo de chicos se arremolinaba fuera, mirando con inquietud las ventanas superiores, como si esperaran que una horrible bestia saliera en una explosión de madera y cristal.

Un ruidito metálico procedente de las ramas sobre la cabeza de Maxine atrajeron su atención y le hizo alzar la vista; vio un destello de luz roja y plateada justo antes de que desapareciera al otro lado del tronco. Max se puso de pie enseguida para dar la vuelta al árbol y estiró su cuello para intentar ver lo que había oído; pero solo había ramas peladas, grises y marrones, que se bifurcaban como los dedos de un esqueleto y parecían igual de vivas.

—Esa era una de las cuchillas escarabajo —dijo alguien.

Thomas y Maxine se volvieron hacia la derecha para observar al chico bajito y regordete que estaba al lado del castaño, mirándolos fijamente. Era joven, puede que el más joven que hayan visto hasta ahora de todos los del grupo; tendría unos doce o trece años. El pelo castaño le caía por las orejas hasta el cuello y le rozaba los hombros; de no ser por aquellos brillantes ojos azules, solo tendría una cara sonrojada, fofa y lastimera.

Thomas le hizo un gesto con la cabeza.

—¿Una cuchilla qué?

—Una cuchilla escarabajo —repitió el chico, señalando la copa del árbol—. No os hará daño, a menos que seas tan estúpida como para tocarla. —Hizo una pausa—. Pingaja.

No pareció muy cómodo al decir la última palabra, como si todavía no hubiese captado el argot del Claro.

Otro grito, este más largo y desquiciante, cortó el aire y a Maxine le dio un vuelco el corazón. El miedo era como rocío congelado sobre su piel.

—¿Qué está pasando ahí? —preguntó Thomas al tiempo que señalaba el edificio.

—No lo sé —contestó el chico rellenito, que aún tenía voz de niño—. Ben está ahí, más enfermo que un perro. Le cogieron.

—¿Le cogieron? —Maxine preguntó.

A Thomas no le gustó el modo malicioso en que lo había dicho.

—Sí.

—Pero ¿quienes? —la chica insistió.

—Es mejor que nunca lo averigües —respondió el chaval, que parecía muy lejos de estar cómodo con aquella situación. Le ofreció la mano—. Me llamo Chuck. Yo era el judía verde hasta que vosotros aparecisteis.

¿Y este es el guía que vamos a tener esta noche? —pensó Thomas.

Maxine no podía quitarse de encima aquella extrema inquietud, a la que ahora se le había unido el enfado. Nada tenía sentido y le dolía la cabeza.

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