Prólogo

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1984.

Pese a que me sentía tan deprimido como para siquiera levantar la vista, tenía que admitir que el olor a la comida recién hecha de la cafetería era lo bastante agradable como para que al menos mi estancia aquí fuera amena. Frente a mí, encima de la mesa había un enorme plato de panqueques con jalea y miel que no se veían nada mal, además de que el hambre solo hacía que los olores y sabores se potenciarán de un modo exagerado.

Levanté la vista un poco, y pude ver a mi madre como disgustaba con alegría de su propio plato de panqueques, engulléndoselos en la boca y comiéndolos con bastante rapidez. Eso me hizo sentir un poco alegre, ya que al menos alguien sí que estaba disfrutando de nuestro viaje.

-No bromeaban cuando decían que esta era la mejor cafetería del estado ¿Qué te parecen los tuyos? No vaya a ser que nos los vuelvan a dar crudos como en la otra cafetería -dijo mi madre entre risas, mientras seguía devorando sus panques.

-Están bien... supongo -le dije, con un poco de indiferencia, pero intentando no sonar grosero-. Se ven bien al menos -seguí, cortando un trozo con mi tenedor, para después comerlo de un bocado.

-¿Y bien? -me volvió a preguntar mi madre, con entusiasmo.

-No están mal -le volví a contestar, sin mucha emoción en mis palabras.

-Oye hijo ¿estás bien? te noto algo... desanimado -me cuestiono, mientras meneaba un poco la cabeza de lado, masticando el último pedazo de sus panqueques.

-No es nada, es solo que estoy... cansado. Ha sido un largo viaje y bueno...

-No, no es eso. Tú tienes algo. Se diferenciar a cuando estás cansado a cuando estás triste ¿Qué pasa Arthur?

-Nada. Estoy bien.

Mi madre me sonrió con astucia, mientras volvía a inclinar su cabeza de lado, y arqueaba sus cejas. Era inútil, no podía engañarla. Casi nunca lograba hacerlo. Esa mujer parecía tener un sexto sentido para poder descifrarme como un libro abierto cuando me sentía mal. Y a veces, me alegraba mucho de eso.

-¿Aún estás triste por la mudanza? -me preguntó ella, a lo que yo solo le regresé la mirada, haciendo una mueca desanimada en mis labios.

-Es solo que aún me sigo preguntando... si de verdad era tan necesario que nos fuéramos. Digo, no era el paraíso, pero... era nuestro hogar.

-Vamos Arthur, tú sabes que ese lugar no te podía ofrecer nada bueno para ti. Sé que el cambio es difícil, pero te prometo que las cosas irán a mejor cuando lleguemos. Será un buen cambio de ambiente.

-Las ciudades nunca terminaron de encantarme; ni a ti tampoco -le reclame, pero sin querer sonar tan insensato-. Toda esa gente pretenciosa, los autos, las fábricas con su humo infestando el aire...

-Lo sé Arthur, pero no me vas a negar que también te quejabas en el pueblo. Que el olor a estiércol de las vacas, los miles de moscos en las praderas, el lodo y el barro en las calles, las goteras de la teja de la casa, las inundaciones por la lluvia.

-Sí, pero... no sé, ya me había acostumbrado a todo eso. Y no sé si pueda acostumbrarme a vivir en un lugar tan... caótico, como la ciudad. No sé, solo... no me da buena espina.

Mi madre se inclinó sobre la mesa, poniendo una expresión llena de seriedad que me congelaron los nervios. Era la misma expresión que usaba cuando era niño y estaba a punto de regañarme por alguna guarrada que había hecho de chico.

-En la ciudad tendrás un futuro Arthur. Un verdadero futuro; podrás ser lo que tú quieras. Dímelo ¿abogado? ¿doctor? ¿matemático? ¿químico? ¿biólogo? ¿historiador? Cielos ¡hasta podrías ser un artista! Lo que tú quieras ser Arthur. Si nos quedamos a vivir en ese pueblo... solo podrías ser un pescador o agricultor aburrido; en el mejor de los casos, un leñador. Y no tengo nada en contra de esos oficios, digo, después de todo, sin ellos, no seriamos nada; pero ¿no te emociona el abanico de posibilidades que ahora tienes?

Crónicas de un criminal. La danza de la muerte (3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora