CAPÍTULO CINCO

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Don't let it break your heart -Louis Tomlinson 

Dicen que las personas pertenecen al lugar donde nacen, donde dan sus primeros pasos y se caen por primera vez.

Que un corazón nunca se marcha del hogar que lo vio decir su primera palabra, incluso si se aleja tanto que acaba por olvidar hasta el color de las paredes.

A través de esa ventana llena de polvo, Halit siempre volvía a ser ese niño pequeño al que su madre abandonó a los tres años y al que su padre mataba a palizas todas las semanas.

Volvía a ser el adolescente que se fugó para tener una vida mejor y que sobrevivió como pudo.

Incluso después de marcharse, cuando las heridas ya habían cerrado y el tiempo había borrado la mitad de las memorias, Halit siempre acababa regresando allí, a su viejo barrio de casitas desvencijadas y desdeñosas, a la única ventana empañada de una casa miniatura a través de la que todavía se veía a su padre, sentado en el mismo sofá de siempre, más mayor y débil pero con la misma botella de ron de supermercado.

Nunca se había atrevido a entrar, se quedaba allí mirando como a través de una nebulosa la que una vez había sido su realidad y cuando había tenido suficiente, se marchaba en silencio.

Esa mañana no fue diferente a ninguna otra, se fue unos cuantos minutos después de llegar, con la cabeza llena de recuerdos y el pecho oprimido entre la rabia y la nostalgia.

Cuando Halit pensaba en su padre, no podía evitar recordar los días en los que iban juntos al colegio cantando viejas canciones, en los momentos de complicidad, en las cosas buenas que sabía que no habían valido la pena aunque él deseaba que así fuera.

Quería perdonar porque así es como las personas están programadas, para perdonar a aquellos a los que alguna vez han amado incluso si fueron las personas que más los hirieron.

A veces cuando estaba a punto de atravesar esa puerta y perdonar a su padre, tenía que obligarse a sí mismo a recordar los golpes y dar media vuelta. Estaba atrapado entre lo que quería y lo que debía.

Halit se alejó de allí pateando los papeles del suelo, sentada en la acera vio a una niña pequeña, no tendría más de seis años y llevaba en las manos un bebé de plástico con el brazo quitado.

La pequeña lloraba tanto que sus lágrimas podrían haber inundado la calle. Halit paró junto a ella, se agachó a su altura y la miró.

—¿Está roto? —le preguntó.

La niña le devolvió la mirada y levantó el muñeco para mostrárselo.

—Se ha quitado y no puedo ponerlo.
Él le sonrió, luego apartó unos mechones salvajes de su rostro y con el puño de su camisa, le limpió las lágrimas.

—¿Me dejas?

Ella se lo entregó sin decir nada más y él comprobó que el brazo del muñeco se había desenroscado. Apretó con los dedos el pedazo de plástico y lo hundió en el hueco donde empezaba el hombro, luego lo giró y las marcas de su agarre desaparecieron cuando el brazo encajó por completo.

Lo había arreglado.

A la pequeña se le iluminó el rostro, al entreabrir la boca dejó ver los huecos donde antes estaban sus dientes primarios y le sonrió ampliamente.

Tomó al muñeco entre sus brazos y lo pegó a su pecho cerrando los párpados. Halit miró a su alrededor, las humildes casas de colores apagados llenas de grietas y un poco torcidas, todas a merced de que un simple viento huracanado pudiera derribar sus paredes hasta los cimientos.

Azul se escribe con M Donde viven las historias. Descúbrelo ahora