Capítulo 8. La huida de la señora Gorda

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En muy poco tiempo, la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras se convirtió en la favorita de todos, hasta tal punto, según decía Gia, que podían rivalizar tranquilamente con las lecciones prácticas de Dumbledore, quien soltaba una risita cada vez que su ahijada le hacía ese comentario. Solo Draco Malfoy y su banda de Slytherin criticaban a Lupin:

- Mira cómo lleva la túnica - solía decir Malfoy murmurando alto cuando pasaba el profesor -. Viste como nuestro antiguo elfo doméstico.

Pero a nadie más le interesaba que la túnica del profesor Lupin estuviera remendada y raída. Sus siguientes clases fueron tan interesantes como la primera. Después de los boggarts estudiaron a los gorros rojos, unas criaturas pequeñas y desagradables, parecidas a los duendes, que se escondían en cualquier sitio en el que hubiera habido derramamiento de sangre, en las mazmorras de los castillos o en los agujeros de las bombas de los campos de batalla, para dar una paliza a los que se extraviaban. De los gorros rojos pasaron a los kappas, unos repugnantes moradores del agua que parecían monos con escamas y con dedos palmeados, y que disfrutaban estrangulando a los ignorantes que cruzaban sus estanques.

A quien no hizo gracia la historia del boggart y la popularidad de Lupin fue al profesor Snape, quien estaba mas irritado que nunca. A la primera mención del profesor Lupin, aparecía en sus ojos una expresión amenazadora. A Neville lo acosaba más que nunca. Aún así, y pese a que las clases de Pociones no estaban siendo tan agradables como recordaba, casi las prefería a las horas en la torre norte con la profesora Trelawney, descifrando símbolos y formas confusas, procurando olvidar que los ojos de la profesora Trelawney se llenaban de lágrimas cada vez que la miraba. No le podía gustar la profesora Trelawney, por más que unos cuantos de la clase la trataran con un respeto que rayaba en la reverencia. Parvati Patil y Lavender Brown habían adoptado la costumbre de rondar la sala de la torre de la profesora Trelawney a la hora de la comida, y siempre regresaban con un aire de superioridad que resultaba enojoso, como si supieran cosas que los demás ignoraban. Habían comenzado a hablarle a Gia en susurros, como si se encontrara en su lecho de muerte, y por las noches, se levantaban de golpe hasta su cama, para ver si seguía con vida.

A nadie le gustaba realmente la asignatura sobre Cuidado de Criaturas Mágicas, que después de la primera clase tan movida se había convertido en algo extremadamente aburrido. Hagrid había perdido la confianza. Ahora pasaban lección tras lección aprendiendo a cuidar a los gusarajos, que tenían que contarse entre las más aburridas criaturas del universo.

- ¿Por qué alguien se preocuparía de cuidarlos? - preguntó Ron tras pasar otra hora embutiendo las viscosas gargantas de los gusarajos con lechuga cortada en tiras.

Gia pensaba constantemente que si no fuese por los sábados que iba a jugar al póker, se habría muerto del aburrimiento. Pronto se dio cuenta de que Dean y ella no eran los únicos Gryffindor que frecuentaban la sala de juegos: raro era el sábado que Fred y George no se paseaban por allí, y algunos de Gryffindor mas pequeños, como Colin Creevey, que para sorpresa de Gia, era un jugador excelente y barrió con un tremendo farol a Theo Nott, uno de los mejores jugadores.

- Creí que tu padre era lechero. - le comentó.

- Pero mi madre es profesora, y trabajó de croupier para pagarse la carrera. - dijo emocionado. - Me enseñó un montón de trucos.

Para disgusto de muchos, pues solo iba una vez al mes, Malfoy no dejó de frecuentar las partidas, incluso era de los primeros en llegar. Y aunque no jugase, se quedaba horas y horas enfurruñado, hablando con Theo y Blaise e interrumpiendo cualquier conversación que tenían con Gia, y mirando con celos cualquier interacción de la morena con Chang.

A comienzos de octubre hubo un añadido a su lista de entretenimientos para compensar las clases. Se aproximaba la temporada de quidditch y Oliver Wood, capitán del equipo de Gryffindor, convocó una reunión un jueves por la tarde para discutir las tácticas de la nueva temporada. Era un fornido muchacho de diecisiete años que cursaba su séptimo y último curso. Había cierto tono de desesperación en su voz mientras se dirigía a sus compañeros de equipo en los fríos vestuarios del campo de quidditch que se iba quedando a oscuras.

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