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Mantengo mi concentración en la cuchara que está sobre la mesa, el sonido me confirma que comienza a temblar. Primero se levanta la pala y poco a poco se despega de la mesa; inestable, pero elevada.  Comienzo a buscar la manera de atraer la cuchara y que venga a mí, camina tres centímetros y luego cae.

Maldigo entre dientes por mi impotencia.

«Solo es una cuchara, pesa menos de una onza quizá, puedes levantarla y tenerla en tu mano sin siquiera moverte»

La cuchara luce gloriosa sobre la mesa.

«Enséñale a esa estúpida cuchara quien es la que debe ser sumisa entre ustedes»

La cuchara brilla con la luz de la tarde.
Sacudo los brazos y saco el aire de mis pulmones, el aire me sale frío, como la neblina en la mañana de un día de invierno. Mis ojos negros se posan en el objeto, con tanta determinación que la cuchara comienza a temblar fuerte y descontroladamente, frunzo el ceño por lo extraña que se ve. Solo esa distracción es suficiente para que de tumbos y caiga al suelo con un fuerte golpe, como diciendo: así es 303, la sumisa entre las dos eres tú.

Me llevo las manos a la cabeza mientras bufo y dejo caer el resto del cuerpo en el sofá, es la quinta vez que lo intento y no funciona. Se supone que esto debe de ser tan normal como un niño de un mes haciéndose popo en los pantalones, tan normal como chicas insoportables en el colegio, tan normal como sentir sed. Cierro los ojos tratando de encontrar la manera de mover los objetos, sé que puedo hacerlo, esa es mi naturaleza, soy un bolar, ¡Soy un bolar!

O solo soy, una chica patéticamente ridícula.

     —¡Ah! —chillo mientras me levanto del sofá al sentir el agua fría caer en mi cara.

Aparto la humedad de mis ojos con los dedos, aún con pestañas pesadas levanto los párpados y veo al chico sonriendo divertido.

El vaso de cristal está a unos escasos diez centímetros de mí, flotando como globo. Lo sujeto y se lo lanzo, él lo esquiva sin ningún problema riéndose a carcajadas.

    —¡308! —chillo— ¡No abuses de lo que haces! ¡Mira cómo he quedado!   —me quejo, estilando de agua. Me abalanzo sobre él, para luego exprimir el agua del cabello su cara. Anderson cierra los ojos pero las gotas no llegan a tocar su piel.

Me detengo de golpe al ver las pequeñas esferas flotando a centímetros de su rostro, es tan hermoso como sorprendente. Mi núcleo vibra y envía sondas de emoción, las cuales recorren todo mi sistema a la velocidad de la luz.

Anderson abre los ojos al sentir que no hay movimiento sobre él, y su gesto pasa de divertido a anonadado.

     —¿Lo haces tú?  —pregunta en apenas un murmullo, manteniendo la vista fija en las gotas flotantes.

     Niego con la cabeza. Esa no soy yo, es su cuerpo en respuesta de defensa. Una gota me recorre la mejilla y llega al mentón, no la veo pero la siento. Los ojos de Anderson se mantienen fijos y expectantes. Y la gota cae, pero tampoco lo toca. Es como…. Si la gravedad se desapareciera.

Ambos sonreímos ante lo que ven nuestros ojos.
Elevar los objetos es algo que no requiere tanto control, excepto en mi caso. El agua, el fuego o cosas por lo parecido, suele volverse más fácil de descontrolar así como también, más difícil de controlar.

Y luego las gotas caen.

Me quedo sobre él en silencio, bajo la oscuridad de la sala, escuchando nuestras respiraciones y sintiendo nuestras vibraciones. Me toca la cintura y guía sus dedos a mi espalda, acaricia el regularizador sobre mí espina dorsal, en modo de una tierna caricia.

 LA LLEGADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora