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Procuro no volver a botar el huevo.

Como todas las mañanas, preparo el desayuno a la hora del desayuno,  justo antes de tomar mis cosas para ir a la universidad. Pero esta vez, a pesar de ser la hora del desayuno me parece extraño e irreal, inestable y turbulento. En mi mente aún estoy en la noche anterior, pensando en mí muerte.

Golpeo el huevo en la orilla de un cuenco,  su cáscara se fractura y es momento de vaciar su contenido. Se cae sobre la encimera, y me mira con su viscoso ojo amarillo.

Anderson se acerca silenciosamente, me abraza por la espalda rodeando mi cintura y me besa la mejilla.

—¿Qué tienes? —me pregunta mientras me aparta del área de cocina al área de comer, que es técnicamente el mismo sitio.

No tengo el valor de hablarle con la verdad.

—Después de enterarme de que han llegado por nosotros debo estar de lo más tranquila ¿acaso? —pregunto con sorna mientras me sirvo café. Anderson vierte los huevos en la sartén y se vuelve a mí.

—Creí haberte dicho que no pensarás en eso, debes de concentrarte en mejorar tus habilidades, lo demás está en segundo —me dice revisando la torta de huevo. Su tranquilidad al respecto no me ayuda, al contrario, me asusta.

Doy otro sorbo. No digo nada, no puedo estar tranquila, ni pensar con normalidad. No puedo tampoco asegurar que voy a mejorar, en todo caso podría acelerar nuestra cacería con mis múltiples intentos fallidos. Mi entrenamiento conllevaría el riesgo de ser delatados, provocar algo que llame la atención y conduzcan a eventos “anormales”.  Es lo último que quiero, aunque mi hermano tiene razón, preocuparme no solucionará nada, entrenarme sí.

La hoja del cuchillo sobre la mesa resplandece con la luz de la mañana, luciendo perturbador.  Esperé mi muerte por más de treinta minutos, inerte en la puerta con los ojos cerrados, y permanecí de ese modo por más tiempo, sin embargo nunca pasó nada.

—¡¿Anyi?!  —El grito de mi hermano me hace dar un brinco.

—¡Oh! ¿Qué?

—¿Qué diablos te pasa? —pregunta frunciendo el entrecejo.

—Nada, estoy bien —digo. Frente a mí se encuentra mi desayuno servido, eso me hace reaccionar de lo desconectada que estoy al no percatarme del momento en el que me lo ofreció.

—Te he estado hablando —explica—. Pareces… ausente —dice agitando una de sus manos frente a mí rostro.

—Deja —pido deteniendo su mano—. Solo no dormí bien ¿De acuerdo?

Ladea los labios no muy convencido, pero asiente.

—¿Y qué tal tu visita nocturna? —pregunto llevándome la comida a la boca. Anderson pone mala cara.

—Tiene novio —dice frío y distante. Trato de hacerme a la idea de cuan doloroso pudo haber sido para él, aunque no tengo ningún recuerdo emocional doloroso para comparar, lo clasifico como algo no grato.

—¡Ouch! Eso es un golpe bajo.

—De hecho no. Se sintió acá —dice tocándose el estómago, o más bien el núcleo —. Como si el ratoncillo me hubiese golpeado. —Lo miro sin entender ha que “ratoncillo” se ha referido.   

—¿Desde cuándo hablamos de animales? —le pregunto.

—¿Eh?

—El ratoncillo del que hablas, ¿Desde cuándo ha entrado?    

De sus labios se escapa una risita. Cuando hace eso, cuando ríe o tan solo sonríe, se ve precioso; se ve alegre, se ve vivo, pero sobre todo, se ve humano. Cada que yo sonrío, lo hago por dos motivos:
1) Por burla.
2) Por ironía.
Ninguna de las dos es especialmente buena, y ninguna de las dos me hace parecer humana, solo alguien insoportable, alguien que quieres mantener lejos y fuera de tu vida. Los humanos no quieren eso.

 LA LLEGADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora