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Me pongo nerviosa, algo anda mal con el vehículo y siento que es mi culpa.

«Le echaste gasolina, no es eso» me recuerdo. Y sin embargo el auto se detiene, y lo peor de todo es que del capo sale humo.

—Elías —chillo, la camioneta se detiene. El chico saca la cabeza por la ventana para verme mejor, y luego de ver lo acontecido baja a toda prisa. Salgo del vehículo mientras me muerdo las uñas.

Levanta el capo y estudia lo que hay dentro, entonces recuerdo todo lo que me dijo el otro día, o más bien, recuerdo que me dijo algo pero no recuerdo qué. Se gira hacia mí con los dientes apretados.

—¿Lo revisaste antes de salir?

—Eh… —me quedo callada y él me entrecierra los ojos.

—Te explique lo que tenías que hacer porque te creí capaz —me suelta—. Ahora saca todo lo que hay dentro y llévalo a la camioneta.

—¡¿Qué?! —pregunto indignada—. Hay cientos de autos ahí afuera, puedo coger otro.

—No estoy para rodeos, haz eso de una maldita vez An.

Me cruzo de brazos. Esto no es justo, no quiero viajar con él, suficiente he tenido de su insoportable compañía. Aún así, termino recogiendo todo lo que llevaba para trasladarlo al otro vehículo.

Las ciudades vacías son horribles y silenciosas. Huelen a olvido y vacío. Saben a inhumanidad. No soy la más indicada en decirlo, pero parezco ser la única en una gran circunferencia.

A veces vemos gatos, otras veces perros, escuchamos sus gruñidos y peleas, lo salvajes que unos son, la manera en que otros se convierten en víctima.

Cierro de un portazo y me acomodo en el sillón del copiloto, si fuese humana estaría sudando, pero no lo soy, y lo único que tengo es dificultad para respirar con calma. Elías voltea la vista y me observa, mientras yo me suelto el cabello y finjo que veo más allá de la ventana, cuando realmente lo veo a él por el rabillo del ojo.

Aproxima su mano, me mantengo quieta, sin dar señales de que no estoy desubicada como veces anteriores. Sus dedos llegan a pocos centímetros de mis hombros, y luego…

Bajan a la radio.

—Al menos podrías poner algo más suave y agradable —reprocho de manera amargada. Vuelvo la cabeza hacia el otro extremo y me apoyo en la ventana, arrugando las cejas.

—Esto es lo que vale la pena escuchar —dice, mientras de las bocinas comienza a salir música; ruidosa y brusca. En algún sentido agradable—. Si no estás de acuerdo lo siento mucho, yo no soy Anderson para cumplir tus caprichos.

Otra vez está lanzándome ofensas, insinuando que soy caprichosa, infantil e irresponsable. 

—Quiero dormir —pido, echándome para atrás para buscar una posición lo suficientemente cómoda.

—Duerme.

—No puedo con semejante ruido —me quejo.

Elías bufa pero cambia la canción. La sustituye una un poco más suave, con una voz dulce y agradable. Sonrío.

—Esa está mejor. El otro cantante no me gustaba mucho —digo, aunque realmente no recuerdo haber prestado atención en algo, que no fuera la música.

—Es el mismo —masculla medio divertido, y digo medio porque ha intentado mantener la voz neutra de costumbre—. Además, no es un cantante, es una banda.

Su declaración me deja como tonta ¿Pero qué puedo saber de música?

—¿Y cómo se llama? —pregunto, no por estar interesada en el tema específicamente, sino por el hecho de que él casi no habla de su vida.

 LA LLEGADADonde viven las historias. Descúbrelo ahora