VI

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Al entrar en la habitación, lo primero de lo que fui consciente fue de una persona sentada en un sofá de dos plazas al pie de la cama. Su piel canela brillaba bajo la tenue luz roja del lugar. Sostenía un vaso de whisky cerca de sus gruesos labios, mientras la otra mano descansaba perezosamente en el respaldo del sofá. Su nuez de Adán se balanceó al dar un trago, provocando que también tragara nerviosamente junto con él.

Su cuerpo estaba magníficamente esculpido, con músculos que se podían adivinar gracias a la camisa negra que llevaba, ajustada a la perfección. Mi atención volvió a su rostro cuando se movió elegantemente para dejar el vaso vacío sobre la mesita frente a él. Retomó su postura relajada y, esta vez, fue se turno de examinarme de arriba a abajo, antes de encontrarse con mis ojos.

Se levantó una vez que pareció satisfecho y hice todo lo posible por parecer tranquila mientras caminaba hacia mí. Sus ojos negros se encontraron con los míos, verdes, y pronunció las primeras palabras de la noche.

—¿Palabra de seguridad? —Su voz resonaba grave, con tonos roncos, de esas que podían golpear directamente en la psique con solo susurrar.

Analicé su pregunta. No era totalmente ajena a estos temas. Había leído algunos libros sobre bondage, así que sabía de lo que me estaba hablando.

—Mafia. —Contesté a su pregunta y él simplemente asintió antes de girarse y abrir un armario en la pared del otro lado de la cama.

Contuve la respiración cuando vi la variedad de juguetes que había dentro del armario y me acerqué lentamente para echar un vistazo más de cerca.

Esposas, fustas, pinzas, vibradores, dildos, bolas, cuerdas, antifaz, velas, vosales. Todo de todas las formas y modelos que pudieras imaginar. La pared estaba llena de objetos.

—Pon sobre la cama lo que estés dispuesta a usar. —La vergüenza me hizo ruborizar, y en silencio, ya que no creía que mi voz respondería, tomé un vibrador de clítoris, un dildo y una bomba. Eran juguetes a los que estaba acostumbra porque los usaba cuando jugaba conmigo misma.

Me giré y dejé los objetos sobre la cama, mientras el hombre los observaba atentamente. Me detuve frente al armario una vez más y esta vez opté por un par de esposas. Miré a mi acompañante, dudando de mi elección porque significaba estar totalmente indefensa en manos de un desconocido. Como si pudiera leer mis pensamientos, él me recordó...

—En el bondage es necesario usar cuerdas. —O sea, que iba a estar amarrada igual.

Observé las cuerdas, cada una con su propio grosor y textura, pero realmente no tenía idea de cuál elegir. Ni siquiera tenía el conocimiento de por qué eran diferentes entre sí.

—Yo... yo no tengo idea de esto. —Me sinceré sin quitar la vista de los objetivos por la vergüenza. Su mano se extendió y, en respuesta, tomó un juego de cuerdas no muy grueso.

—Si es tu primera vez, estas estarán bien. —Aseguró y las llevó a la cama. Decidí confiar en su criterio profesional y centrarme en qué otras cosas podríamos usar.

Yo la verdad era muy reservada con este tipo de temas y, a pesar de que él era un completo desconocido que nunca volvería a ver y estaba aquí solo para darme placer, no quería que pensara que era una aburrida. Así que decidí que me iba a retar.

Mi mente divagaba mientras mi mano exploraba el armario. Volví a pensar seriamente si estaba preparada para esto y, llenándome de voluntad, tomé una fusta. Puse las esposas y la fusta junto a las cuerdas y los vibradores sobre la cama, dándo un suspiro de anticipación cuando imaginé todo eso sobre mi. Pero volví al armario, recordando algo que aún no había tomado. Ahí estaban, las pinzas en la esquina. Tomé un par con cadenas, de esas que se podía tirar, recordando que tenía un par. Di una última ojeada, descartando las velas y otras cosas que se veían verdaderamente... curiosas, y lo encaré.

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