III

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Era la octava nalgada y en algún momento la chica dejó de quejarse y comenzó a gemir buscando fricción entre sus piernas. En la décima, y cuando ya la blanca carne se había vuelto sensible y rosada, el hombre se detuvo y llevó su mano hasta los labios carnosos ajenos para meter dos de sus dedos en la boca. La chica chupó y lamió de manera morbosa ambos dedos hasta dejarlos mojados y él los sacó para pellizcar el pezón duro de la mujer.

-Buena chica. Dime, ¿te gustó que te castigara? -Ella gimió complacida por el pellizco y asintió.

-Si, me encanta cuando me castigas, señor.

-¿Qué tanto? -Preguntó torturando el pezón rosado y comencé a sentir incomodidad entre mis piernas.

-Mucho, señor.

-Entonces continuemos.

Entró en la oscuridad y emergió hacia la luz portando varias cosas en sus manos. Se detuvo frente a la chica, bloqueando la vista del público, y pronunció intrigado:

-Dime, ¿quieres sentirte mejor?

-Si, señor. -Suplicó.

-Entonces te encantará esto.

La chica gimió y se retorcio; todos queríamos ver, ansiosos, lo que hacía. Cuando finalmente se hizo a un lado, dejó que el público viera las pinzas que adornaban los pezones erectos de la mujer.

Yo contuve el aliento cuando mis propios pezones se pusieron duros, y sintí un choque eléctrico que hizo palpitar los lugares inexplicables de mi.

-Dime como se siente.

"Bien", pensé.

-Bien, señor.

-¿Solo bien?

"Muy bien."

-Me gusta. Quiero más, señor.

-Veamos si es verdad. -Su mano se coló en las bragas rojas y la chica gimió y apretó sus piernas por la intromisión, justo como hacía yo.

No podía evitarlo. Sentía cómo mi corazón latía con fuerza y mi cuerpo anhelaba atenciones que había descuidado durante mucho tiempo.

-Estás muy mojada. -Dijo el dominante y por un momento pensé que era conmigo porque, en efecto, estaba mojada.

Mordí mi labio un poco avergonzada pero seguí frotando mis piernas en busca de alivio; sin dejar de mirarlos.

El dominante volvió a colocarse a sus espaldas. En ese momento, me percaté de que aún tenía algo que no había utilizado. Cuando lo levantó y lo encendió, apreté fuertemente la cartera entre mis manos, recordando que tenía uno igual en casa.

El vibrador negro rozó suavemente la tersa piel del cuello de la chica y comenzó a descender lentamente. Recorrió sus hombros, sus pechos y su abdomen. Cada movimiento me recordaba a cómo yo experimentaba placer, haciendo que mi respiración se volviera pesada, al igual que la de la chica en el escenario.

Vi a otros miembros del público entregándose sin ningún tipo de disimulo, mientras se tocaban íntimamente. Sabía que si prestaba más atención a las oscuras esquinas, probablemente vería a otros compartiendo momentos sexuales. Sin embargo, en lugar de indignarme, sentía una extraña envidia. La urgencia que tenía por ser presionada contra la barra que había a mi lado, me sorprendió.

-¡Ah! -El gemido alto y fuerte de cuando el consolador tocó su intimidad me hizo vibrar.

-Señor, por favor. -Suplicó.

-Por favor, ¿qué?

-Señor. ¡Ah! ¡Señor!

-¿Tan bueno es? -Se burló.

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