La casa de papel

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II

El exilio, cuando has pasado toda la vida huyendo de las personas, no suena tan horrible, menos en la práctica. Venti no percibió el tiempo de la misma manera en la que hubiera transcurrido un mes cuando el primer mes terminó.

Sin agenda, sin vuelos que tomar, sin presión de ningún tipo, dormía mejor y no sufría pesadillas. Sin embargo, su cerebro comenzaba a recordar muchas cosas día tras día, era volver a aquel lugar.

"Quisiera dejar esta ciudad, este viejo pueblo no huele bien."

El orfanato de la infancia de Venti apenas era una casa de seis habitaciones y doble piso en un poblado minúsculo ubicado cerca del Desierto Hipostilo, en una aldea en la que apenas vivía alguien en tierras de nadie. Venti tuvo su primer recuerdo de su existencia: ver las noches con tormentas de arena desde una ventana.

Los días solían pasar entre barrer las entradas del lugar, escuchar palabras en idiomas raros que, a sus escasos cinco años, intentaba crear asociaciones para entender lo que resonaba entre las paredes.

No era un lugar numeroso en niños. Una habitación de la planta baja servía de escuela, otra de cocina, y en la planta baja había un baño comunal y una pequeña oficina, además de una sala de estar. Por otra parte, en la planta alta estaban el resto de las habitaciones. Dos funcionaban como habitaciones para los niños, separadas por género. Otra era para la directora y su asistente, y las otras, dependiendo de la ocasión, las catalogaban como la habitación de pánico o de descanso.

Cuando Venti fue lo suficientemente inteligente para sumar solo, contó cuatro niñas y tres niños, sin contar bebés, que entraban y salían prácticamente a diario.

La encargada, que era la maestra, cocinera y enfermera (aunque no recordaba su nombre, solo que era rubia y alta), recibía a diario a viajeros que traían o se llevaban niños.

Aquel lugar desolado ubicaba aquel lugar como la casa de papel. Todo era color papel viejo: la arena, los paisajes, la casa, los pisos, todo. -Toto, un día todo esto será uno de los lugares más coloridos, vas a ver, podremos jugar entre plantas y animales -le decía una de tantas niñas que llegaban y se iban mes a mes.

Toto no se llevaba bien con los niños; siempre era más fácil relacionarse con sus compañeras. Aunque su cuidadora lo reprendió: —Barbatos, aléjate de ellas; tú tienes que ser más hombrecito—. Siempre decía su nombre como si le hablara el mismo diablo, por lo que corría a su cama e intentaba orar a los arcontes para que un día estuviera en un lugar mejor.

La vida de Toto era tomar clases. Se le daba mal las matemáticas, pero le gustaba hacer música con viejas latas de comida y piedras. A las niñas les gustaba su pelo azabache, así que se dejaba peinar por ellas.

Por las tardes, su cuidadora les leía e intentaba enseñarles algo, aunque no recordaba haber leído o estudiado ciencias o historia, solo libros de cuentos.

Una noche en particular, Toto no podía dormir. En su habitación de niños, solo quedaba él; el resto de las camas estaban vacías, y en la de las niñas, solo quedaban dos que eran muy pequeñas para llevarse con él, quien tenía seis años, casi siete, porque los cumplía la siguiente semana.

Era una época triste porque la sopa de piedra, que solía ser un platillo común y delicioso, ya ni siquiera sabía bien. Ya nada crecía porque el cielo había estado nublado y lleno de nubes negras. El sol se veía muy poco, y la lluvia que caía era ácida, así que todos parecían más pálidos de lo habitual. Toto pensó que no podía dormir por el hambre, pero escuchó murmullos y decidió salir al pasillo sigilosamente para sentarse al borde de la escalera, quedándose quieto para que notaran su presencia.

—Esto está cada vez peor. No deberías considerar quedarte mucho más—, dijo una voz masculina.

—No tengo a dónde ir. Esto es todo lo que sé hacer. Me quedan dos niñas y... aunque esta tampoco es vida para él—, respondió la cuidadora. 

—Piénsalo, esto es cuestión de tiempo; será más seguro en la frontera.— Hubo un breve silencio. —Como quieras, sobrevivió. Incendiaron su casa, extranjero—, se escuchó un costal caer.

Toto caminó con sigilo hasta su cama, haciéndose el dormido. En eso, escucharon una explosión a lo lejos, y el cielo se iluminó de naranja unos segundos, pero Toto hizo su mejor intento para fingir estar dormido. 

En algún punto de la mañana, que amaneció más gélida de lo habitual, un dedo señaló a Toto, lo único que observó fue un niño de ojos enormes color ámbar y cabello oscuro. Esa noche llego un nuevo compañero.

De pronto, el niño comenzó a hablar en un idioma raro. Toto lo miraba perplejo sin entender nada de lo que decía, pero de repente, el recién llegado se señaló a sí mismo diciendo "Alatus" y luego señaló a Toto, quien intuyó que ese era su nombre. "Toto", le dijo, y lo repitió.

La cuidadora llegó y se puso a enseñarle el idioma lo mejor posible. No fue tarea fácil, pero se daba a entender lo suficiente para sobrevivir día a día.

En tres días, solo quedaban en la casa de papel una niña, 'Tutu' (como apodaron a Alatus) y Toto. Los tres refugiados en la despensa que tenían en el sótano. La cuidadora mencionó que pronto vendría por "Sisi", la última chica del grupo, y que potencialmente pronto vendrían tiempos mejores.

Al cuarto día, Tutu pronunciaba palabras y armaba algunas frases, pero la mayor parte del tiempo parloteaba cosas raras que ni la cuidadora entendía del todo. Ya no tenían sopa de piedra; aquello era una tragedia, ya que tenían papas con ellos, pero no podían subir. Solo la cuidadora subía a intentar prepararlas de diferentes maneras.

Hubo una explosión que voló la mitad de la casita de papel. Aquello puso muy triste a la cuidadora, pero también a Toto. Por suerte, no estaban del lado que se destruyó. En su pequeño bunker oculto debajo de lo que quedaba en la casa de papel, apenas quedaba algo de sopa de piedra. Las constantes explosiones habían hecho imposible conseguir agua y mucho menos tener algún lugar para guardar comida. Las últimas papas crudas eran lo único que podían mordisquear. Toto contaba los amaneceres, pero la cuidadora se aferraba a ambos niños.

Una noche, alguien golpeó la puerta de la escotilla donde estaban escondidos, y la cuidadora salió. Regresó con una bolsa con tres hogazas de pan y un cantimplora, tomando a Tutu de la cintura para sacarlo al exterior. Toto se sintió raro, como si temiera lo que fuera a suceder después. Pero la cuidadora no lo dejó atrás. Un señor con un aparato y una vela iluminaba lo poco que quedaba de la cocina. Por suerte, el techo aún no estaba colapsado, pero de la casa de papel ya solo quedaba a medias un pasillo y la cocina en pie.

Nos tomó fotos a ambos, después el hombre se fue. Pero lo que ni Toto ni Tutu entendieron en ese momento fue por qué la cuidadora se echó a llorar toda esa noche mientras los abrazaba.

Baladas en veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora