SANJI
Allí estaba Roronoa Zoro, el sanguinario pirata, el amor de su vida. Su rostro se veía hinchado por la paliza, cubierto de moretones y sangre. Le daba un aspecto descuidado. Pero debajo de todo eso, aún con una sonrisa ladina, se veía igual de atractivo que la primera vez que lo vio.
Lo amaba. Amaba a ese hombre con todos sus defectos y virtudes. Y tenerlo enfrente, totalmente indefenso por primera vez, hizo que entendiera lo que Roronoa sentía por él. Fue protegido por el pirata innumerables veces y fue amado con locura. Era su turno. Iba a salvarlo.
- Una vez ya renunciaste a todo por mi, ahora me toca a mí.- Dijo agarrándose de los barrotes de la celda. Zoro lo miró con tristeza, con la desesperanza invadiendo su espíritu y evitando que entendiera al rubio. Entonces, Sanji supo que Zoro se había rendido.- Escúchame, Zoro. Por favor, por favor.
Las lágrimas se derramaron abundantemente por sus mejillas. Este no podía ser el fin. Miró hacia todas partes, debía haber algo que los ayudara. Cualquier cosa.
Justo en una esquina de la comisaría había un palo de acero oxidado. Parecía ser la parte superior de una escoba vieja. La tomó del piso y la llevó hasta la puerta de la celda. La metió como pudo.
Reunió toda la fuerza que no sabía que tenía y comenzó a tirar del palo en dirección contraria, ejerciendo presión como si fuera una palanca. La celda del pueblo era vieja, pues casi no hacían uso de ella y el mantenimiento era escaso. Por eso el material se debilitó con los años, permitiendo que ahora cediera y se abriera la puerta con cada empuje.
-Sanji, déjalo.-Murmuró el peliverde.
-No. Ya falta poco.- La sangre de Roronoa comenzó a formar un charco a los pies de Sanji. Debido a la oscuridad no pudo darse cuenta de que tan graves eran las heridas, al parecer no solo eran estéticamente feas. Debía darse prisa.- Huiremos juntos. Muy lejos.
Sus manos ardieron por la fuerza con la que agarraba la palanca, pero hizo caso omiso hasta que el barrote que conformaba el límite de la puerta cedió más. Un empujón tras otro y pronto la puerta se abrió lo suficiente como para meter medio cuerpo. Sin embargo, Zoro era descomunal, demasiado para caber por la pequeña abertura.
Tenía que seguir, pero sus brazos (debilitados por el esfuerzo) cedieron y Sanji cayó sobre su trasero en un último intento.
Justo entonces escuchó pasos a lo lejos, tal vez los guardias estaban volviendo. La ansiedad lo afectó de golpe al verse acorralado. Era tarde, fue lento y lo arruinó todo.
-Zoro, por favor...por favor. Te amo, si tu mueres yo moriré contigo. Por favor,...-Las lágrimas se hicieron tan abundantes que ya no veía con claridad. Sintió la desesperación en su voz y esperaba que Roronoa también la sintiera.- No sé qué más decir para que vuelvas en ti.
Roronoa lo vio fijamente, comenzando a llorar como el día en la capilla. Esa vez Sanji no lo pudo ver por darle la espalda, pero lo escuchó. Pensó en que si lo hubiera visto, su corazón se hubiera roto. Tenía razón, su corazón se apretó contra su pecho. La respiración se le escapó y ya no pudo volver a recuperarla. Se estaba ahogando, hiperventilando.
Se arrastró hasta los barrotes, mirando el rostro de su amado y en busca de consuelo. Zoro hizo lo mismo, se arrastró hacia terminar delante de Sanji. Estiró su mano y agarró la del sacerdote.
-Sanji, respira.- Su mano áspera como la madera acarició la mejilla de Sanji, quitándole la humedad de las lágrimas. Sanji se concentró en eso y nada más, recuperando de a poco el aliento. -Tienes que irte, mi ángel. Vive tu vida y sé feliz.
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Perdona mis pecados (ZOSAN +18)
Lãng mạnLa iglesia fue el hogar de Sanji desde siempre, así que vio natural seguir su camino hasta llegar a ser sacerdote. De hecho, le quedaba muy poco para ser ordenado como tal, pero justo antes de recibir su ansiado título, unos piratas entraron a la fu...