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Siempre antes de llegar a la casa Kaulitz me daba alientos para poder sobrellevar la situación del hijo de la señora.

Yo sabía que no estaba nada cool el perder el movimiento de las piernas y quedarse atado a una silla de por vida pero... no era excusa para que al tipo le de por tratarme como más le daba la gana.

Estaba muy emocionado de saber que le harían una operación para saber si volvería a caminar pero no sucedió, el no pudo volver a caminar. También como yo no pude deshacerme de él, me trataba tan mal que me encerraba en el baño de su habitación a llorar como nunca.

Sus comentarios son destructivos, me duelen en el alma.

Llevo con esta tormenta un año a penas y siento que nunca va a terminar...

— Buenos días, Bill. Cómo siempre tan puntual.

— Gracias, Charlotte. — sonreí mirando al suelo. Ella toma ambas manos para mirarme. Era una mujer tan buena pero su hijo era una porquería.

— Tom está en su habitación.

— Gracias. — me despedí de la mujer de un beso en la mejilla para poder ir corriendo por las escaleras, mientras más rápido haga mi trabajo pues mucho mejor. Golpeo la puerta antes de entrar y desde ya se escucha un grito histérico de su parte, pero también yo venía de mal humor y con ganas de atacar.

— Ah, llegaste cabeza de mujer en cuerpo de hombre, ¿cuando será el día en que deje de verte?

— ¿Quieres callarte? Tu voz me estresa.

— Uhm. — se acerca en esa silla de ruedas hasta donde estoy. Avergonzado le doy la espalda para buscar unas cobijas térmicas pero es tan abusivo que como si yo le hubiera dado la confianza ¡me da una nalgueada!

— ¡Ihh! — volteo a verlo con enojo. Aprieto el puño, clavando las uñas en la palma de mi mano con histeria.

— ¿Qué tienes — remoja sus labios, analiza mi rostro de arriba abajo.

— Que sea última y primera vez que haces eso.

— Ajá. — me da otra en la otra nalga y termina riéndose como un loco.

— ¡Tom! — exclamé, más que enojado yo me había encantado por la bonita risa que tiene, por lo lindo que se achinan sus ojos al reír, ojalá fuera así de risueño siempre cuando me ve.
Le perdonaba que me haya nalgueado si eso causaba un buen humor. — Dios.

— Ya, lo lamento... — asiento volviendo a lo mío. — Estás muy serio, Bill, ¿qué tienes?

— No creo que te importa.

— Me importa, no quiero que mi sirviente esté de mal humor cuando yo también lo estoy, no pueden haber dos malhumorados en un mismo lugar.

— ¿Y qué?

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