Capítulo 12. Sin motivos para tirar la toalla

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Lo siguiente que vi fue su rostro. Otra vez.

La habitación tenía un manto de oscuridad cubriendo cada rincón. Me cubría una manta que proporcionaba calor extra. Cuando miré a mi alrededor, apenas pude distinguir algunos detalles, como el perfil de unos muebles de cerca. Estaba todo cerrado a cal y canto. Tan solo podía ver gracias a una vela junto a la puerta, cuya llama se tambaleaba suavemente. Y su pelo.

Me miraba sin emoción alguna, como si fuera parte del decorado de la cama. Si los ojos son la ventana del alma, ella la había cerrado.

―¿Qué ha pasado? ―susurré.

―Tú. Tú te has pasado.

Refrescó un paño y me lo puso en la frente. El mundo bailaba a mi alrededor, o tal vez era que la cabeza me daba vueltas.

―¿Dónde está Ancor?

―En la cocina.

Debí volver a dormirme, porque en un abrir y cerrar de ojos ella ya no estaba, y la vela se había consumido casi por completo. Me incorporé lentamente, con un dolor insoportable en todo el cuerpo. Tenía los músculos tensos, como si hubiera luchado una larga batalla.

Me costaba recordar todo lo que había ocurrido la noche anterior, pero poco a poco mi memoria se fue reconstruyendo hasta darme cuenta de que debí haber muerto a manos de un Nhodulk. Un escalofrío me recorrió la espalda.

Miré la silla en la que se había sentado. Una vieja bola de pelo dormía apacible.

―¿Galletita? ¿Qué haces aquí? ¿Me has seguido?

Le acaricié la cabeza. Él se estiró y se puso boca arriba, moviendo ambas colas. Una roja y otra amarilla.

De la cocina salía un aroma dulce. Cuando me asomé por el marco, vi a Ancor junto al horno y a Shadow mirándole cocinar.

―Ponle más canela.

―No.

―Sosaina...

Miré su cuello. Tenía el colgante otra vez.

Al cabo de unos segundos, ella se percató de mi presencia. Como siempre, mostró su mejor sonrisa burlona. Pero esa vez me sorprendió más de lo habitual. Pensé que estaría enfadada, aunque quizás tan solo se estuviera haciendo la interesante. Como siempre.

―Te ves muy guapa ―Alzó una ceja.

―¿Por qué tu tono dice lo contrario?

Ancor se giró para dedicarme una breve mirada. Me pregunté si Shadow le había contado algo, aunque sus ojos dijeron más que suficiente. Le sonreí y él volvió a lo suyo sin mediar palabra alguna. Quizás fuera lo mejor.

―¿Es cosa mía, o todos en Raímat sois altísimos?

Ninguno de los dos respondió. Ella conocía la respuesta. Tan solo quería molestar.

En el fondo no es que no quisiera rebatirle. De hecho, podría haber aprendido más de ella así. Simplemente no me apetecía hablar del mundo exterior. Mi mundo estaba limitado a aquella cabaña, con sus enredaderas y sus habitantes.

Al final, se marchó entre resoplidos.

―También sois unos amargados.

Vigilé sus pasos. Quería asegurarme de que realmente se fuera antes de hablar con Ancor. Ese bicho era capaz de fingir que se marchaba para luego espiarnos. Escuché sus pisadas, cómo abría la puerta y la cerraba de golpe otra vez.

―Lo siento ―dije.

―¿Por?

―Volví a fallarte.

―Dime una cosa ―Se giró para mirarme―. Cuando desaparecí, miles de soldados movieron tierra y cielo buscándome, ¿no? ¿Levantaron hasta la última roca?

―Por supuesto. Hasta la última.

―Y dime, ¿tuvieron éxito alguno?

―... No.

Volvió a darme la espalda.

―Ahí lo tienes. Hace tiempo que dejé de esperar nada de nadie, así que no te preocupes.

Sentí un gran vacío en el estómago. Aún recordaba cómo los ejércitos de todas las islas se unieron con el mismo objetivo de encontrarle con vida. No exagero cuando digo que muchos soldados se esforzaron más de lo esperado para cumplir su misión: habían puesto todo su tiempo disponible en aquella interminable búsqueda.

Recuerdo cuando algunos fueron a mi dormitorio en el castillo, luego a casa de mi familia, asumiendo que nosotros debíamos estar implicados. Recuerdo la indignación de mis padres por tratarnos como criminales, y las palabras dolidas de mi abuela cuando, buscando cualquier pista, un soldado acabó rompiendo varios muebles.

Según mi padre, después de eso se sentó y, por primera vez en décadas, volvió a pintar, esta vez un retrato de mi abuelo a memoria. Su rostro era algo nuevo para mí. Jamás lo había conocido, falleció antes de que siquiera naciera mi madre, así que mi única referencia había sido aquel cuadro. En el último cumpleaños que celebramos juntos replicó su imagen más pequeña y la colocó en un colgante. Me lo arrebataron al ser arrestada.

Apreté el puño.

―Te voy a sacar de aquí con vida, aunque tenga que sacrificar la mía.

Él me miró con lástima. Pero yo estaba decidida a hacer lo que hiciera falta, aunque necesitara mil intentos. Lo intentaría mil y una vez.

GRETA OTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora