Capítulo 30. La historia

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Todo comenzó con el sol en la cúspide de la isla. El Castillo Diákora era majestuoso bajo la luz del día, al igual que el atardecer favorecía a Emyskala y Raímat, y el amanecer a Jashá y Címelios.

El emperador comenzaba a sospechar que la relación entre su hijo y un amigo de la infancia era demasiado estrecha. Aquello era inconcebible. Eran de distinto linaje y, además, ambos pertenecían a sus respectivas familias reales. No fue hasta que ordenó a uno de sus empleados que espiara el día a día de Airam que descubrió que el joven se saltaba sus clases de arco y las de lanza. Por supuesto, lo primero que hizo fue mandar a detener y ejecutar al profesor que se encargaba de ambas lecciones.

Después, fue a encarar a su hijo.

―Airam ―Su voz resonó por la estancia.

El joven se levantó de inmediato e hizo una reverencia.

―¿Sí, padre?

―Sé que eres el más inteligente de tus hermanos ―comenzó―. Quizá no el más alto, ni el más esbelto, pero confío en tus capacidades en el mandato.

El emperador comenzó a pasear por la estancia. Acarició la silla donde el príncipe tomaba el té, la estantería donde cientos de libros descansaban, algunos esperando a ser leídos.

―Y sé que han cuestionado tus habilidades para comunicarte, pero confío en que la experiencia pula tus virtudes. A partir de ahora, estarás a mi lado en cada evento ―ordenó―. Así aprenderás más rápido.

―Sí, padre.

La gran capa del emperador siseaba sobre el suelo, en ocasiones se enredaba durante unos segundos con el mobiliario. Sin embargo, esto no causó mayor estrago en su monólogo.

―Así que, mi querido hijo. Yo, que he confiado en que tu inteligencia jamás nublaría tu juicio, ¿por qué me siento tan traicionado?

Se giró para enfrentar a Airam cara a cara. Tan solo les separaba un metro de distancia.

―Querido hijo mío. ¿Por qué te ves a escondidas con el príncipe Ancor, descendiente de la reina Faina, futuro heredero de Raímat?

Airam vaciló. Sus ojos bailaron por la estancia, buscando una escapatoria, y pronto el cuello de sus ropas picaba por el sudor.

―Yo, creo que ha habido una... ―susurró. El emperador se dio la vuelta.

―A partir de hoy, queda decidido quién heredará esta corona.

―¿Qué? ―su voz salió rota.

―Si quieres que ambos viváis lo suficiente para veros crecer entre salud y felicidad, más te vale portar esta corona ―Le echó un último vistazo―. Airam.

La puerta se cerró con suavidad, y la vida de Airam tomó el camino de sus pesadillas.

Lo hablaron con mucha cautela. Evitaron enviarse cartas, porque supusieron que el emperador las estaría espiando. Lograron verse a escondidas en los jardines y en algunos eventos oficiales, donde tan solo debían fingir que hablaban banalidades varias.

―Desearía escapar ―dijo Ancor una vez.

―Vámonos, pues ―respondió Airam.

―Tu padre nos mataría.

―Nos matarán de todas formas, Ancor. La corona no va a aceptarme, y la tuya tampoco, los dos lo sabemos. No sé qué espera mi padre que ocurra.

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