Capítulo 28. Una melena nevada de tirabuzones

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Nuestro idioma compartía nombre con un pastor, el mismo que fundó la religión predominante (y la única permitida) del país. A día de hoy no había mucha información sobre él, al igual que quedaban pocos pastores. No es que no hubiera una fuerte creencia religiosa en Kafyra, pero, por extraño que parezca, aquellos que intentaban ganarse un puesto junto a la cúpula eclesiástica tenían cierta tendencia a hacer preguntas que los llevaban a un gran poste sobre una hoguera.

No sería yo quien les llevara la contraria, pero, por cuestiones prácticas, no soy una persona de religiones. Mi ideología tendía más a valorar la vida ajena, y cuando estaba en el castillo, mientras otros rezaban por la noche, yo limpiaba concienzudamente cada una de mis armas, aunque rara vez las utilizara.

Bueno. El clérigo se llamaba Taguan, igual que la iglesia que había fundado él solo. Hace trescientos años intentó comunicarse con los dioses, sin necesidad de especificar cuáles, para que crearan un campo mágico que protegiera las islas de invasores externos. Al principio no le hicieron caso y su iglesia terminó abandonada después de su fallecimiento. Sin embargo, como al parecer en trescientos años nadie se había acercado a tocarnos las narices, la gente comenzó a aceptar la idea de que el señor sí que había contactado con los dioses. Como ya no se le podía preguntar al respecto, decidieron rezarle a Taguan como agradecimiento, y que él se lo comunicara a los dioses desde el más allá.

Su iglesia para aquel punto estaba en la ruina, siendo devorada por la cruel vegetación de Emyskala. Así que en su honor pusieron su nombre en nuestro idioma, y crearon objetos a su supuesta semejanza, porque en realidad el hombre carecía de registros o pinturas por la época.

Mi abuela tenía una estampita de Taguan cosida en el delantal, y solía darle un beso en ciertas ocasiones. Yo no entendía por qué celebraban tener un supuesto campo mágico que impedía la entrada a los visitantes. Aquello solo significaba que nosotros tampoco podríamos salir.

Ahora podía demostrar (aunque solo fuera a mí misma) que dicho campo invisible no existía. Que alguien de algún lugar exterior había llegado hasta las islas.

Anya, creo que se llamaba. ¿O era María? La cuestión era que nos encontrábamos cerca del castillo de la Dinastía Diákora y aún no sabía qué le diríamos.

Ni siquiera quería admitir en voz alta el motivo por el que quería hablarle. En cuanto Ancor dijo que tenía alguna conexión con el exterior... Algo dentro de mí se iluminó y me rogó averiguar más. Si aquella chica tenía idea de cómo salir de las islas, yo quería conocerla.

―¿Y bien? ―dijo Shadow cuando nos encontramos junto a una de las torres, detrás de un seto de hojas turquesas.

―¿Eh?

―¿Me vas a decir por qué tanta prisa? No he almorzado ―anunció―. Si nos descubren porque me rugen las tripas... Sería un poco patético.

―Luego te llevo a un sitio ―dije―. Tenemos que saber... Eh... Cómo le entregó esa chica el libro. ¿Cómo sabe dónde está Ancor?

Shadow pareció sopesar la idea.

―No lo sabe, estoy segurísima. Pero tienes razón. Vamos.

Salimos de detrás del seto. Shadow me sujetó por la cintura y nos alzamos de un impulso. Comenzaba a creer que me impulsaba con magia, no porque tuviera una rutina de brazos muy compleja.

―Te sigo ―dijo.

―Si ya sabes dónde es.

―Sí, pero para el resto tú eres un soldado más, y yo una sirvienta a la que vas a echar la bronca en privado.

GRETA OTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora