Capítulo 16. Necesitaba un abrazo

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¿Qué tan grande era la posibilidad de que yo fuera el problema?

En aquel momento, gigantesca. Probabilidad del cien por cien. Una villana de pacotilla, por cierto. Tendría que pedirle clases a Shadow, porque incluso ella sabía pensar antes de actuar (o eso creo).

Estaba segura de una cosa: había cometido un error garrafal. Fue una mezcla entre desesperación y desconocimiento que hirió algo más que mi ego, algo que comenzaba a perder. Lo que aprendí fue que estuve a punto de matar a Ancor. Y que, si no hubiera estado ahí Shadow, habría matado lo que había entre él y Airam. Amor, y eso.

―¿Te parece esa una explicación?

Shadow se encogió de hombros.

―No se me da bien lo cursi, perdona.

Me llevé las manos a la frente.

―¿Me estás diciendo que los Nhodulk son personas?

―Sí.

―¿Con una maldición?

―Ajá.

―¿Y la expandes tú a petición del emperador?

―Correcto.

―¿Dónde dijiste que está el baño?

―Al fondo a la derecha.

Debían ser alrededor de las cinco de la mañana. Cuando me encerré en el estrecho baño de la cabaña, el sol me acarició con unas patadas de su luz. Apenas podía moverme en aquel cuarto.

Me hubiera venido bien un entrenamiento para desahogarme, utilizar el ejercicio para aliviar todo lo que estaba sintiendo. Extrañaba mi vida. Pero, por mucho que añoré una mentira, la verdad ya estaba en el aire. Darme cuenta de que jamás volvería a ser lo mismo fue el peor golpe.

Me senté junto a una pared. El corazón me latía con cada vez más fuerza, y el recuerdo de la noche anterior consumía cada centímetro de mi cuerpo. Mis manos sudorosas temblaron, justo mientras mi espalda comenzaba a doler por la tensión que acumulaba. No merecía estar mejor, la verdad. Decenas de inocentes habían sido maldecidos por el emperador, aquel al que había defendido a capa y espada. No solo sufrían ellos y sus seres queridos, sino todas las víctimas que esos "monstruos" habían asesinado. Me pregunté hasta qué punto habían perdido la consciencia de sus acciones. Ancor, a pesar de todo, parecía saber que no quería herir a Airam.

Tampoco sabía cómo procesarlo. Sentí que había perdido toda mi juventud, todos aquellos años en los que entrené con mi padre, en el patio de mi casa y en los bosques, para ganarme un puesto en la corte. Una corte que estaba manchada de sangre, que ni siquiera toleraba mi existencia.

Y yo, yo no me enteraba de nada. Había dejado que me pusieran una venda en los ojos, a pesar de mi esfuerzo por ser alguien. Porque, a duras penas, el esfuerzo de mi vida estaba siendo suficiente. Y no pude convencerme a mí misma de estar en una posición clara, porque mi mente comenzaba a quedarse en blanco.

Como Alyssa, ¿qué debería pensar? Como ex general, ¿debía consumirme la rabia? No conocía los motivos del emperador, y aun así no habría justificación para el horror de sus actos, pero tampoco lograba odiarle. En mi interior había más dudas que odio ciego, y culpa. Demasiada culpa. Se suponía que yo iba a ayudar a la gente, pero tan solo había sido un mal chiste. La mestiza de la que se burló hasta que, por ser tan inútil, decidió deshacerse de ella como si fuera un perro. Todo con la ayuda de una espía cuya existencia no había confiado a nadie.

Muy, muy en el fondo, preferiría vivir en la ignorancia, no ser consciente de un peligro que, tarde o temprano, destruiría el hogar que tanto había admirado. Que, mínimo, acabaría con mi vida. No podía obviar la situación. Mucho menos podía quedarme de brazos cruzados.

Quizás debía aceptar que las cosas eran así. Tal vez yo no era la indicada para crear un cambio.

Shadow tocó la puerta, y yo le dejé entrar. Pensé que se burlaría de mí, o me diría que me preparase para alguna misión importante a la que, sinceramente, no tenía fuerzas de acompañarla.

Lo primero que hizo fue sentarse a mi lado. No dijo nada, hasta que unos segundos después rompió el silencio.

―¿Abrazo?

Negué con la cabeza. Ella no volvió a hablar, y acabé atrayéndola hacia mí. La envolví con un brazo, y ella se apoyó en mi hombro.

Dejé que su piel rozara con la mía. Su aroma fue un viaje directo a un pequeño prado. Disfruté del momento, distrayéndome de la tormenta de emociones en mi interior. A pesar de que no quería acostumbrarme a aquello, porque estaba resultando demasiado sencillo. Adictivo, diría yo.

―¿Te duele? ―susurró, y sus dedos acariciaron mi cuello. Había quedado una marca―. Se curará, te lo prometo.

Volvió a recostarse en mi hombro.

―¿Por qué a él lo proteges?

―Es personal ―respondió―. El día que fui a por él, me descubrió. Así que llegamos a un acuerdo. Ahora intento encontrar una cura mientras evito que la maldición se manifieste, y él no debe delatarme. Cuando lo consigamos, él reinará en Raímat y yo estaré en las sombras. Si se descubre la verdad me matarían, Alyssa, el emperador no va a asumir ninguna responsabilidad. Y Ancor tampoco quiere que lo delaten, aunque le toque mientras vivir con la maldición.

Claro que no. ¿Dos nobles de distinto linaje, en una relación? Eso es ejecución al instante. El emperador debió averiguar su secreto, pero matar a un hijo no es tan fácil. Así que se deshizo de Ancor. Y no sé cómo lo logrará Shadow, pero al menos hace bien en mantenerlo oculto. Jamás pensé que estaría de acuerdo en algo así, pero Ancor, por su bien, debía esconderse. No solo su vida estaba en riesgo: la de Airam también pendía de un hilo. No me convenció el resto del plan, pero habría tiempo para eso.

―¿Cómo estás? ―preguntó.

Lo intenté pensar. Se habían roto unos cuantos pilares que sostenían mis creencias y valores. Todos mis ideales eran débiles, pero solo en aquel momento me di cuenta de cuánto se tambaleaban. No quería caer, al menos no estando sola.

―¿Por qué mandó a matar a Festive? ―pregunté.

―Eh... Ajá. Bueno. A ver. A lo mejor no era él a quien debía matar. Tan solo me sirvió como señuelo.

La miré.

―¿El objetivo era yo?

―Festive no era más que un artista, pero tú... Tú eres mucho más, Alyssa. Pero desconozco sus motivos. Encima me echó la bronca esa noche.

Desconocía qué clase de valor contraproducente iba a ver el emperador en mí para preferirme muerta. En todo caso, era yo quien prevenía su muerte. Tener poder y miles de súbditos fieles no impedía que saliera algún que otro parlanchín con ideas de reformas gubernamentales. Entre las cuales, en su casi totalidad, requería una eliminación inmediata de la monarquía.

―Entonces, ¿por qué no me mataste?

―No me apeteció. Me pareció que eras más útil si fueras nuestra general. Quizás me intenté marcar otro Ancor contigo.

―Te salió fatal.

―¿Tú crees? Porque te tengo en mis brazos.

Ella sonrió. Yo no me aparté, pero sí que puse los ojos en blanco.

―Venga ―dijo―. Échate un poco de agua, te ayudará a tranquilizarte.

No me había dado cuenta, pero había dejado de temblar.

GRETA OTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora