Capítulo 37. En bucle

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Logramos salir del edificio sin ser vistas por otro guardia. Desde nuestro nuevo escondite, la copa de un árbol robusto y frondoso, pudimos ver el edificio desde arriba. Era rectangular y con un patio interior. En él, algunos guardias comían en una mesa central, tan solo eran tres o cuatro. Mientras, en una esquina, el grupo que habíamos seguido tenía una pequeña mesa con pan, queso y leche.

El trigo era de los pocos alimentos que no tenía un color según la tierra en que crecía, como las uvas o la calabaza. Antaño muchos agricultores experimentaron con él, viajando a varias islas para confirmar que, de hecho, tanto su textura como el sabor de sus elaboraciones era el mismo. Probablemente se habían dado cuenta de lo mismo con otras plantaciones, como la del cacao o el azúcar.

Así que, para mantener la tradición, al pan de cada isla (hecho con ingredientes que provinieran del mismo sitio) se le echaba un poco de color artificial, creado a partir de plantas autóctonas.

En resumen, a la gente de antaño le encantaba complicarse la vida, y nosotros sentimos presión social de los muertos.

Me di cuenta entonces de que también había una mujer en el grupo, de brazos musculosos y espalda ancha, con un pañuelo en la cabeza que se me hizo familiar. No pude llegar a recordar de quién se trataba porque Eleena llamó mi atención.

―Ya que están de pausa para el almuerzo ―dijo―. Sigamos nosotras también.

El sándwich que me extendió tenía el pan blanco, como el del castillo de Diákora. Lo acepté y comimos mientras analizábamos la situación.

―¿Sabes a dónde irán después?

―No ―respondió―. Pero hablan de Jashá.

Presté atención a la conversación que estaban teniendo los guardias. Hablaban de cosas de guardia, como las esposas, el trabajo, su masculinidad... Así que le di toda mi atención a la mesa de la esquina.

―Y pensar que nos tienen así todos los meses ―se quejó uno―. No son capaces de darnos una comida decente.

―Deja de quejarte ―respondió otro con el pelo rapado―. O nos oirán.

―El camino hasta Jashá es el peor ―dijo la mujer―. No nos irá bien con estos ánimos. Intentemos comer, ¿vale?

―A todo esto ―dijo el primer hombre―. ¿De dónde sacarán ellos la comida?

Sus miradas se posaron sigilosamente en la mesa del centro. Nosotras las seguimos hasta la mesa atestada de pavo, carne que se solía comer sobre todo en Diákora, vino blanco, un poco de agua...

Nuestra mirada regresó al grupo de la esquina en cuanto volvieron a la conversación, esta vez más difícil de escuchar.

―Joder ―mascullé.

―Se estaba poniendo interesante ―dijo ella.

―Tenemos que hacer algo ―Señalé ofendida al grupo―. Podrían morir o algo.

―Vaya ―Eleena parpadeó―. Ya estabas tardando.

Decidí no pensar demasiado en lo que había dicho y volví al tema principal.

―¿No podemos hacer algo? Ofrecerles comida sin que nos vean, no lo sé...

―Podríamos ―dijo Eleena―. Pero ¿tú te comerías algo que no sabes de dónde viene, ni quién lo ha puesto ahí?

Volví a mirar al grupo, que cuchicheaban con disimulo. Negué con la cabeza.

En ese momento se posó a nuestro lado una mariposa. Estaba en una rama cerca de nuestras cabezas, pero casi hubiera pasado desapercibida. Sus alas, pequeñas, eran transparentes, salvo por tinta negra que las decoraba con puntos y finas líneas en el centro, acumulándose principalmente en el ala superior.

GRETA OTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora