Capítulo 35. Pecados... Y más pecados.

6 1 4
                                    

―¿Es cosa mía o siempre acabamos igual?

Miré a mi alrededor. La biblioteca del castillo de Címelios era, por así decirlo, lujosa: estanterías de la mejor madera, los libros pulcros y ordenados por género, autor y color (una hazaña poco común), y grandes ventanales que por la noche eran sustituidos por lámparas de cristal... Que tampoco parecían muy utilizadas.

Habíamos entrado con un carrito con la excusa de que "la reina requería ciertos libros". La bibliotecaria, una mujer con moño alto y la nariz larga, me miró unos segundos, pero se hartó de buscar el motivo de su duda y me dejó pasar. Siguió mirándome a la distancia. De vez en cuando se encogía de hombros y volvía a lo suyo, más cansada que decidida. Al rato, volvía a mirar. Yo me coloqué detrás de una estantería, más por darle un respiro que por esconderme. Me estaba acostumbrando a aquella sensación, y mejor era eso que tener que ocultarme.

―¿Qué estamos buscando, exactamente?

Eleena se estiró para alcanzar un libro. Lo ojeó por encima y volvió a dejarlo en su sitio.

―Buena pregunta. No tengo ni idea de cuál es la respuesta.

Volvió a estirarse, pero esta vez no alcanzó lo que quería, así que me acerqué para echarle una mano.

―Gracias ―dijo, sujetando el libro que me pidió―. Supongo que estoy buscando algo sobre la historia de Címelios, en específico el puerto.

―¿Existirá un documento así?

―No lo sé, pero creo que han cambiado la ruta que nos interesa ―Rebuscó entre unos papeles―. Nos vendría bien saber que seguimos el cargamento adecuado.

―Si lo que hacen es ilegal, dudo mucho que lo dejen por escrito.

―Te sorprendería la de mierda que hacen delante de nuestras narices ―respondió Eleena―. A veces, la gente no se da cuenta o lo tolera. Otras, no pueden hacer mucho para cambiar la situación.

Mientras ella continuaba buscando, a mi mente vinieron varios ejemplos. Como la familia de Jashá que robaba para comer. Los Nhodulk, Ancor, Airam. El destierro de mis abuelos.

Me pregunté cuántos casos más habían pasado frente a mí, cuántos había llegado a autorizar sin pensarlo dos veces. Quizás yo podría haber cambiado algo cuando tuve el poder. Quizás no.

―Mierda ―susurró Eleena, dejando en su sitio unos documentos―. Aquí no hay nada.

―Los podemos vigilar ―propuse. No me parecía mal estar junto a ella en una misión al estilo sigilo.

―Mejor aún ―dijo―. Vamos a seguir el premio desde el principio.

Muy pronto tendríamos lo necesario para irnos, al menos según Eleena, que sobre tiempo ignoraba algunos parámetros.

Comenzamos nuestra travesía hasta la isla Raímat: según lo que ella había investigado estos años, lo más lejos que había llegado era hasta aquel punto del proceso, por lo que aquel sería el comienzo para nosotras.

Primero regresamos hasta la cabaña para coger provisiones. Eleena dijo que lleváramos bolsos con lo imprescindible, la comida la cogeríamos por el camino.

Ancor quiso ir, pero le dije que era peligroso porque no sabíamos muy bien lo que ocurriría. Pareció decepcionado, pero no protestó.

Pensé en ello. Antes de irnos regresé a nuestro dormitorio, cogí el libro sobre pintura que Eleena había pillado tiempo atrás, y se lo di a él. También unas pinturas que yo misma había comprado hacía unas cuantas noches.

GRETA OTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora