Cap. 21.- HACIENDO HISTORIA

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¿Qué diferencia separa a un ser humano de un monstruo, aparte de la naturaleza y la horrible verdad que escondemos?

Caminamos por las mismas calles. Llevamos las mismas ropas, respiramos, inhalando y aspirando el mismo aire que ustedes, caminamos tras sus pasos.

Incluso un monstruo puede poseer la emoción más dominante de un ser humano: el miedo.

Sabemos lo suficiente como para recordar lo que fuimos alguna vez. Sabemos lo suficiente como para temer lo que ahora podemos hacer. Y como los humanos, nos obsesionamos... sobre el amor, sobre la vida, sobre cada cosa perdida.

Tenemos las mismas debilidades que nosotros, pero incluso eso no nos hace normales pero si nos hace...

...Devastadoramente inolvidables.

—Anko Mitarashi

Prefectura de Shinto, posteriormente límites del País de la Lluvia. Verano de 1613.

El cielo de la tarde se había consumido en un rojizo vacuo y cálido. Brillante y ominoso como el color de la sangre, como la que habían derramado aquellos hombres en el campo de batalla. Esos a los que bien les fue; el resto... del resto, ellos se encargaron. El recuerdo resonaba en la mente de Anko Mitarashi con una extraña algarabía, mientras sus grisáceos orbes contemplaban con distraído interés hacia el horizonte.

Los campos estaban solitarios ahora; el ocaso había llegado y con ello el declinar de la jornada de trabajo de los menguados pueblerinos. Pero eso no mermaría el alimento para ellas. Después de todo, el negocio de la casa de té daba bastante sustento...

"Allá afuera, medio mundo matándose, hombres luchando entre ellos por el poder. Shogunes, samuráis, gente inocente mientras que nosotros, sólo nos preocupamos por sobrevivir" pensaba con cierto aire indulgente. "Que pena por ellos, que pena."

Sonrió ante el sutil pensamiento; era de esperarse después de todo. Ella debió haber muerto hacía diez años, hasta que lo conoció a él. Aquel hombre de angulosas facciones, mirada casi reptiliana enarcada en un sombreado purpúreo. Tan pálido como un muerto y sin pulso ni calor corporal; igual que uno. Su nombre era Orochimaru, uno de los sirvientes personales al servicio del feudal Shimura; y él era quien le había obsequiado el don de la inmortalidad. Anko había aceptado, tan fervientemente como lo había aceptado a él bajo sus sábanas.

Aquello se tornó su naturaleza y ella estaba complacida con ello. Ése poder, esa fuerza, velocidad y resistencia; algo que nunca en su vida mortal hubiera podido siquiera anhelar y todo fue gracias a él.

...Hasta que la guerra del noroeste provocó su ausencia, arrebatándoselo por más de un año. Pero ella aseguraba que volvería y Anko le esperaría; aun si las cosas cambiasen y los tiempos corriesen a la velocidad de un abrir y cerrar de ojos. No importaba, tenía la eternidad para ello.

Mientras podría entretenerse con algo, y ese algo tenía un nombre; Ino Yamanaka.

Un aprendiz era un peculiar pasatiempo, pese a que Anko no lo había meditado de esa manera al inicio. Al estallar una guerrilla entre los frentes de Tokugawa y Owari, había terminado involucrada en una rencilla contra tres campesinos; dos de ellos terminaron abiertos en canal, el tercero había corrido hacia el abrigo de su hogar. Ella le vio huir tras intentar defenderse arteramente, y sus facciones quedaron clavadas en su memoria aun cuando en un último intento por sobrevivir trató de córtale con el filo de una hoz para cultivo.

Dos sombras más se sumaron a la causa de Mitarashi y derrumbaron la casa del mortal. Los muros cayeron sobre una cama de fuego y destrucción y el emblema de la familia Yamanaka, enarcado en uno de los raídos portones se consumió como papel de arroz. La premisa era sutil pero obvia; un humano que defendía así a su familia no era digno de arrancar como un tallo marchito; podía aprovechársele y en este momento no vendría mal engrosar las filas de inmortales. Los dos vampiros que le acompañaban se encargaron de él, mientras que Anko debatía si debería perdonarle la vida a la única descendencia de aquel hombre; una asustada muchacha de veintidos años, cabellos rubios claros ahora bañados en despojos de ceniza y tierra y unos orbes azul hielo, acuosos por el terror. El último recuerdo de aquella fútil y frágil existencia humana, clavada en ésas juveniles facciones pudo más que el instinto predatorio de Mitarashi... y una alejada y marcada voz en su mente, alusiva a las ominosas palabras de Orochimaru enarcaba una sentencia severa y llana: Ella podría serle útil.

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