Capitulo 11

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Llegó agosto y Londres se despejó. Los señores y señoras, los caballeros y señoritas honorables se marcharon a sus propiedades en el campo, porque todos sabían que era mejor ser vistos en ropa interior que vagar por las calles de Londres en agosto.

A no ser, claro, que estuvieras preparando una boda y te fueras a casar con el duque de Malfoy. O con cualquier duque, si es por eso. Entonces podías imponer tus propias reglas y hacer lo que se te antojara, cualquier cosa que no fuera andar por ahí en ropa interior, eso sí.

Transcurrió agosto, llegó el día de la boda, y esa misma mañana llegó un paquete de Nueva York, un regalo de bodas de «la» señora Parker, la matriarca de la alta sociedad neoyorquina, que antes de ese día se había negado a darse por enterada de la existencia de los Granger. Enviaba un exquisito collar de perlas a la más flamante duquesa de Inglaterra. La madre de la novia lloró con perfecta alegría mientras abría y rompía el papel de seda.

—Ahora —declaró, entre roncos y sonoros sollozos—, están asegurados los futuros de Ginny y Luna.

Poco después llegó un regalo del palacio de Buckingham, un magnífico reloj dorado, y su madre volvió a llorar.

Los caballos que se alquilaron para que llevaran el carruaje de la novia a la iglesia eran bayos, una tradición avalada por el tiempo, y las calles estaban bordeadas por muchedumbres de entusiastas espectadores, que querían echarle una mirada a la famosa heredera norteamericana. Refrenados por una hilera de guardias uniformados de Londres, todos gritaban vivas, agitaban las manos y arrojaban flores. Hermione apretaba la mano de su padre mientras pasaban por las calles en el coche descubierto detrás de otro que llevaba a sus damas de honor: Ginny, Luna y Lyra. Con la otra mano enguantada saludaba nerviosamente a la multitud.

El coche llegó a la iglesia de St. George, en Hannover Square, y con el corazón palpitante, Hermione se apeó. Siguiendo a sus damas de honor subió la escalinata hasta la puerta de la iglesia. Entonces oyó el sonido del órgano de tubos y vio a los invitados sentados dentro. Había más de mil, de ambos lados del Atlántico.

Las damas de honor, que llevaban vestidos de satén blanco con fajines rosa, emprendieron la marcha por el largo pasillo acompañadas por la música de Mendelssohn, y entonces por fin Hermione llegó al altar.

Con voz profunda y resonante, el obispo preguntó:

—¿Quién da a esta mujer en matrimonio a este hombre?

—Yo —contestó su padre con su fuerte dejo norteamericano.

Entonces el obispo le cogió la mano a Hermione y la colocó en la de Draco.

Ella lo miró y vio al hombre de todos sus sueños: hermoso, fuerte, inteligente, y supuestamente enamorado de ella.

Él le sonrió, con una sonrisa de aliento, sus ojos grises cálidos, leales, y dentro de su cuerpo se desvaneció todo el nerviosismo de esa mañana. Allí sólo estaban ella y su elegante novio, para jurarse amor eterno.

Ay, Dios. Esperaba no convertirse en un hombre como su padre.

Draco y Hermione pronunciaron sus promesas y luego se arrodillaron en los cojines de terciopelo rojo para recibir la bendición. El obispo entonó una oración.

¿Qué ocurriría cuando la novedad de su nueva vida juntos dejara de ser una novedad?, pensó de pronto Draco, con una sensación de pánico a la que no estaba acostumbrado en absoluto. ¿Cuando el uno o el otro no satisficiera las expectativas? ¿Y si Hermione se echaba un amante, como hiciera su abuela todos esos años atrás? ¿Sería él capaz de refrenarse para no convertirse en el hombre en que se convirtió su abuelo, avasallado por los celos y la rabia?

Noble de Corazón - ADAPTACIÓN DRAMIONE, LIBRO UNODonde viven las historias. Descúbrelo ahora