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21 años

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21 años...

El funeral fue íntimo y rápido. Tan solo asistieron un par de amigos del señor Han que solían ir con él a pescar el último domingo de cada mes y la señora Eunri, su hijo Riwoo y el novio de este, Jaehyun. Y, aunque Taesan era consciente de que ninguno de los tres le tenía ni un ápice de cariño a su padre, agradeció que estuviesen allí para acompañarlo en el difícil momento.

Difícil... Bueno, eso era algo relativo.

Taesan se esmeró por organizar un funeral perfecto. Pidió que la ceremonia comenzara a las seis de la tarde, la hora preferida de su padre para sentarse en el sofá y beberse una cerveza. O dos. O tres. Las que fueran. Encargó rosas blancas y amarillas y él mismo se ocupó de quitarles todas y cada una de las espinas (todavía no sabía por qué se había obsesionado por hacerlo), y compró un ataúd de madera oscura, acolchado por dentro, con detalles plateados en el borde y los cierres.

Lo único que Taesan no hizo fue derramar una sola lágrima. Le pareció justo. Ya había llorado suficiente en vida por culpa de ese hombre que ahora descansaba bajo tierra, no iba a seguir haciéndolo también después de su muerte.

La mañana siguiente al funeral, el pelinegro se reunió con el abogado de su padre en el diminuto despacho que este poseía en el ala este del Ayuntamiento de Gwangju

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La mañana siguiente al funeral, el pelinegro se reunió con el abogado de su padre en el diminuto despacho que este poseía en el ala este del Ayuntamiento de Gwangju. Las cortinas color burdeos impedían que la luz penetrara en la estancia.

Taesan se sentó después de tenderle la mano y aceptar sus condolencias. El abogado apartó algunos papeles de la abarrotada mesa antes de abrir el testamento de su padre.

—Señor Han, usted es el único heredero —El pelinegro asintió con la cabeza—. Sin embargo, no sé si estará al corriente de que al hacer el testamento su padre puso unas condiciones un tanto... especiales.

Taesan frunció el ceño. —No, nunca me dijo nada. ¿De qué condiciones estamos hablando?

El abogado tomó las gafas que descansaban sobre el escritorio y se las puso antes de trazar con el dedo índice las líneas del documento que empezó a leer en voz alta.

«Yo, Han Junghyuk, en plena posesión de todas mis facultades, declaro que, solo y exclusivamente en el caso de que mi hijo contraiga matrimonio, podrá disponer de la herencia estipulada»—. Carraspeó para aclararse la garganta y alzó la cabeza para mirar de nuevo al sorprendido joven—. Además, acordamos una cláusula especial para evitar cualquier tipo de fraude que se resume en que, suponiendo que mañana contrajeras matrimonio y recibieras el dinero, no podrías solicitar el divorcio hasta dos años después. En caso de que lo hicieras, deberías devolver la herencia que, por deseos expresos de tu padre, iría a parar íntegramente a los fondos públicos del Ayuntamiento de Gwangju.

El pelinegro enmudeció e intentó asimilar la noticia. Debería haber esperado cualquier cosa de su padre. Incluso después de fallecer seguía ejerciendo control sobre él. Era como si estuviera destinado a no poder escapar de sus garras. Típico de él, claro, dar por hecho que necesitaba a alguien a su lado para disponer correctamente de la herencia.

No. Tenía que ser una broma.

—¿Son legales esas condiciones? Acabo de cumplir veintiún años. Puedo administrar perfectamente mi dinero. ¿Qué sentido tiene que deba contraer matrimonio? ¡Es ridículo! ¡Estamos en el siglo XXI! —Se puso de pie furioso.

Había cuidado de su padre en su lecho de muerte, durante dos meses. Había soportado desde niño sus comentarios hirientes. Había preparado un funeral digno de una persona respetable y querida, nada más lejos de la realidad. Y había acatado todas y cada una de sus normas; como encargarse de sus propias cosas sin depender de nadie más casi desde que tenía uso de razón porque, según decía, era su deber, o no apuntarse al taller de repostería creativa que impartían cerca de la ciudad porque él consideraba una idiotez desplazarse tanto para algo así, a pesar de que quedaba a media hora de camino en coche. ¡Demonios! ¡Ni que tuviera que salir del país!

—Puede estar seguro de que el testamento es legal —contestó el abogado —. Lamento los inconvenientes que pueda causarle, pero nuestra responsabilidad es respetar los deseos de nuestros clientes.

—¡Pero es injusto! ¡Y una estupidez! —gritó—. ¿Qué pasa si no quiero casarme nunca? Tengo derecho a tomar esa decisión.

—Por supuesto, pero entonces, como le expliqué, el dinero pasaría a ser propiedad del Ayuntamiento y...

—Ya, ya lo sé —lo interrumpió, y se llevó los dedos al puente de la nariz antes de suspirar sonoramente y teñir su voz de ironía—. Y dígame, en el hipotético caso de que me tropezara con el amor de mi vida, ¿bastará con que presente un certificado matrimonial?

—Por supuesto.

—¿Y qué ocurrirá con la casa? ¿Es ahora propiedad del banco?

—La vivienda le pertenece, señor Han. Sin embargo, a menos que contraiga matrimonio, no podrá venderla y, por tanto, disponer del beneficio correspondiente.

—¿Eso es todo?

—En principio, creo que sí.

Todavía en pie, el pelinegro se colocó el asa del bolso en el hombro, dispuesto a marcharse cuanto antes. Necesitaba salir y respirar aire fresco.

—Una cosa más, ¿puede decirme qué cantidad de dinero me dejó?

—Claro. Perdone, pensé que lo sabría.

—Como ve, la comunicación con mi padre no era demasiado fluida.

—Sí, ya veo, hum... —Fue hasta la última página—. El señor Kim le deja a usted 34.700, más la casa y acciones de la fábrica valoradas, a día de hoy, en 50.000 dólares.

Era casi lo que necesitaba para hacer realidad su sueño. Llevaba trabajando desde los dieciocho en un pub del pueblo, propiedad de Jaehyun, el chico con el que salía su mejor amigo. Gracias a esa estabilidad laboral, había conseguido unos cuantos ahorros que guardaba con recelo, a la espera de que llegara la oportunidad que tanto anhelaba, aunque había gastado una buena parte en el funeral de su padre.

Ya lo tenía todo planeado. Abriría una pastelería en Gwangju y sería diferente a las otras dos que ya había en el pueblo. La suya sería luminosa y alegre, y quería que ya desde el escaparate los transeúntes pudiesen advertir que dentro encontrarían los mejores dulces de la ciudad. Trabajaría con esfuerzo y cada pastel sería único. Y habría tartas, cupcakes, galletas, ¡toda la repostería imaginable!

A veces, por las noches, cuando no podía dormir y daba vueltas en la cama, recreaba mentalmente la decoración, la tonalidad exacta del papel de las paredes... Y ahora que parecía tan cerca... Vistas las condiciones exigidas por su padre en el testamento, los dulces tendrían que esperar.

Era lo único que rondaba en la cabeza del pelinegro Taesan mientras caminaba por las calles del pueblo tras salir del despacho y dirigirse hacia Lost, el local donde trabajaba y donde sus amigos estarían esperándolo para oír las –ya no tan– buenas noticias.

Crystal Hearts | GongfourzDonde viven las historias. Descúbrelo ahora