33 ESCENA +18

174 22 30
                                    

∘◦༺ L O H A N E ༻◦∘

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

L O H A N E

Entre risas y susurros, nuestros pasos nos llevaron hacia la oscuridad del campus, eran alrededor de las una de la madrugada. La brisa fresca acariciaba nuestros rostros, y en ese instante, decidimos escapar del bullicio de la fiesta, o más bien, fue Edmond quien lo decidió.

El motor de la camioneta de Zeta ronroneó con satisfacción cuando nos deslizábamos en su interior. Edmond posó su palma diestra sobre mi pierna, fundiendo sus dedos contra mi vestido. Con un suave giro del volante, dejamos atrás las luces parpadeantes y nos adentramos en la quietud de la noche. El trayecto transcurrió en un silencio nervioso, interrumpido solamente por el suave sonido de nuestras respiraciones. Me faltaba el aire, la adrenalina consumía mi cuerpo de forma grave y progresiva.

Tras unos cuantos minutos, el imponente edificio del hospital se alzó ante nosotros. Edmond detuvo el coche frente a la entrada.

—Vamos —dijo, bajando del coche.

El eco de nuestros pasos resonaba en los pasillos desiertos del hospital. Mis manos se aferraban a las de Edmond con una mezcla de ansiedad y vergüenza mientras que avanzábamos hacia la entrada principal. La recepcionista apartó la vista del monitor de su computadora y volteó en su silla para poder vernos. Su cabello, corto y teñido de un rojo escarlata, estaba embadurnado por una gran cantidad de gel que ayudaba a darle su característica forma de pico (el mismo peinado que le harías a tu hijo de siete años antes de llevarlo a una fiesta de cumpleaños). Ella levantó sus delgadas cejas, parecía un poco sorprendida por vernos con atuendos de promoción.

Antes de que la mujer hablara, Edmond me señaló con su dedo índice y dijo:

—Es su baile de graduación.

—Hola, Ana. —Le mostré una sonrisa tan torcida que parecía haber padecido de un derrame, estaba muy lejos de verme inocente.

—¿La secuestraste? —nos lo preguntó con tanta seriedad que mis manos empezaron a sudar—. ¿Qué van a hacer?

—Dormir —respondió Edmond.

Edmond era de los pocos hombres a los que no se le daba bien mentir. Ni siquiera se esforzaba por intentarlo.

—¿Dormir? —No creí que las cejas de la mujer pudieran alzarse todavía unos milímetros más. «Wazowski, ¿no ordenaste tu papeleo anoche?», pensé.

Los tres nos ahogamos en un incómodo silencio hasta que, por fin, la recepcionista estalló en risas y asintió con la cabeza una y otra vez.

—Recuerden que sin gorrito no hay fiesta —dijo entre risas, señalándonos el dispensador de condones gratuitos—. Ya no me molesten. Buenas noches.

Juntos ascendimos por la escalera hacia el segundo piso, y cuando llegamos, comenzamos a correr hasta el ascensor. Subimos hasta el quinto piso, donde se encontraba la habitación de Edmond. La quietud de la madrugada nos envolvía mientras atravesábamos los pasillos en silencio. El tiempo parecía desvanecerse a nuestro alrededor, dejando sólo el sonido de nuestros suspiros cansados y el suave roce de nuestros pasos.

Adiós, extraño ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora