30 Querida Julia

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Los troncos chispeaban en el interior de la chimenea del salón. La música estaba en un volumen bajo, dando más presencia a la conversación que estábamos manteniendo. Las luces del arbolito navideño iluminaban a Micky y a Sarah, quienes estaban sentadas en el sofá más largo; Samuel y yo nos encontrábamos acostados en la alfombras de pelo sintético; y por otro lado, Aiden seguía de pie, sirviendo chocolate caliente en las cinco tazas que reposaban en la mesita de centro.

Fue la primera vez que mis padres me habían permitido ir a casa de mis amigos luego de la cena de Nochebuena. No podía haber elegido un mejor hogar que el que habíamos creado con mis amigos.

Recuerdo muy bien el antes y el después que se decretó a partir del primer incidente. Antes no nos preocupábamos tanto los unos por los otros, siquiera intercambiábamos mensajes fuera de los oportunos «¡Feliz cumpleaños!» o los infaltables «¡Feliz Año Nuevo!». El suicidio fue un golpe de realidad al que nadie se quería afrontar. Fue un recordatorio de que no debíamos dejarnos solos, que era el momento de apoyarnos más que nunca, de poner nuestros hombros no sólo para las risas de la madrugada, sino para los llantos del amanecer.

¿Ya escribieron sus deseos? —preguntó Aiden, tomando asiento a un lado de Micky

Hace unos años, Sarah, Aiden y yo, teníamos una costumbre para las Navidades: expresar un deseo para la persona del grupo que creas que más lo necesite ese año en concreto, lo hacíamos mediante una pequeña notita que luego debíamos recitar. Al principio me sentía escéptica: los deseos no debían ser revelados, pues eso nos lo han enseñado a la mayoría, sin embargo, la mamá de Aiden tenía la premisa de que únicamente se cumpliría aquello que nacía desde lo más profundo de nuestro corazón. No debíamos arriesgar nuestro deseo en cosas frívolas, debíamos intencionarlas desde el amor.

—Sep —respondí, doblando mi papelito con un poco de nerviosismo. Fui la última en escribir su deseo.

—¿Quién empieza? —dijo Micky, subiendo las piernas al sofá.

Samuel no pudo contenerse por mucho tiempo, por lo que fue el primero en levantarse y recoger su taza con chocolate. Se volvió a sentar a un lado mío, sosteniendo la taza sobre su regazo y alzó la mano diestra, pidiendo permiso.

—Ya que estamos. —Vaciló, sonriendo con los labios apretados—. Estoy oxidado, así que no se burlen.

Aiden y Sarah aplaudieron, animándolo. Yo lo empujé suavemente con el hombro y Micky hizo un gesto de cruz, pues no podíamos esperar mucho de Samuel, quien llevaba dos años consecutivos deseándonos dinero infinito (lo cual, como te darás cuenta, iba en contra de las reglas). Samuel le dio un sorbo a su chocolate, frunciendo el ceño y sacando la lengua con una dolorosa expresión que evidenciaba que la misma seguía demasiado caliente. Respiró hondo y creí que era porque su lengua se había quemado, pero ese no era el caso. Él estaba nervioso por el deseo que había escrito en su papel. Se puso de pie, pidiéndome que sostuviera su taza, y con cuidado fue desdoblando su hoja.

Adiós, extraño ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora