27 No me dejes

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∘◦༺ L O H A N E ༻◦∘

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L O H A N E

Sus pisadas eran lentas, cargadas de un letargo que parecía consumir al chico delante mío. Mis ojos permanecían inmersos al frente. Observaba la curvatura de su espalda, en como aquella tela de algodón que padecía de un gris gastado se le ceñía en los omoplatos. Una carne delgada, carente de musculatura.
Aún así, aquel estereotipo de hombre fornido, con una espalda ancha y firmes brazos que podían cargar pilas de cemento ya no me parecía tan encantador. Porque después de todo, los brazos de Edmond seguían siendo capaces de rodear mi cintura y reconfortar mi corazón. Eran capaces de abrazar, de transmitir seguridad, de expresar su amor.

Esa misma tarde habíamos tomado un bus. Al principio, el plan era beber licuados en una cafetería fuera del local en el que trabajábamos de medio tiempo, pero el chofer había tomado otra ruta ya que en aquel entonces las calles estaban siendo reconstruidas por culpa de varios pozos que habían causado unos cuantos, por no decir muchos, accidentes.
Viajábamos en silencio, yo leía unas noticias en el teléfono, y él, como siempre, se sentaba del lado de la ventanilla, observando a través de ella. Veía al mundo mediante su cámara, retratando los borrosos conjuntos de árboles mientras que sus ojos me hacían pensar que incluso podía discernir el arte en cada nube, hoja y brisa.

Cuando bajamos ya eran las seis y algo, habíamos presionado el botón de parada en una estación de servicio un poco lejos de la ciudad, lo suficiente como para dejar de caminar bajo la sombra de los edificios. Habíamos cargado un par de latas de Coca-Cola y sándwiches en la mochila de Edmond. Él siempre elegía el de pan blanco, pero yo prefería el de salvado.

—¿Falta poco? —pregunté, a lo que él, viéndome por encima de su hombro, asintió. Su mano diestra se acercó a mi cuerpo, guiándose hasta llegar a la altura de mi espalda baja y posar su palma en ella para avanzar a la par.

Con el tiempo, la presión que sus dedos le proporcionaban a mi piel, iba aminorándose. Ya no podía percibir aquel tacto firme que me garantizaba un cuidado especial de «Aquí estoy. Yo te sostengo». Quería volver a ese sentimiento de estar siendo protegida, y por más horrible que me supiera el tener aquel primitivo pensamiento, lo necesitaba.

Ya no existían impresiones acerca de Edmond:

En ese momento sólo podía quejarme de la dependencia física que sentía hacia él. Ya no eran impresiones burlescas acerca de su persona. Sólo podía permitirme hacer introspectiva al respecto de mis emociones.

No lograba mantener mi cabeza quieta, girando hacia un lado y luego al otro. Los árboles nos rodeaban al igual que los pequeños pimpollos de flores que crecían en direcciones aleatorias del campo; debajo de la sombra de los arces y demás especies de árboles de las cuales Edmond no me había hablado demasiado; también, algunas flores marchitas, se escondían detrás de piedras e inclusive dentro de troncos que habían sido ahuecados por termitas. Eché la cabeza hacia atrás hasta que las puntas de mi cabello acariciaron los dedos de Edmond. Encima de nosotros lograba admirar el cielo, era tan azul que parecíamos estar exentos de Fresno, esa misma ciudad que toleraba una noche eterna, una muy gris y apagada noche eterna.

Adiós, extraño ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora