19 ¿Café, Edmond?

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∘◦༺ L O H A N E ༻◦∘

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L O H A N E

Faltaban diez minutos para que la alarma de mi celular sonara y despertara a media manzana. Serían las siete de la mañana y yo aún seguía despierta. No podía conciliar el sueño teniendo tanto por pensar, tanto por imaginar. Mis ojos se mantenían cerrados con la certeza de que delante de esta oscura cortina se reproducirían imágenes que intentarían darle vida a mis recuerdos. La cinemática tenía sus cuantos errores, pues cada cierto tiempo rebobinaba la misma escena, como si la cinta estuviera descompuesta. Siempre faltaba imágenes: la película estaba incompleta. ¿Cómo es que podía olvidarme de tantas cosas? Sin embargo, había contraído un apasionante favoritismo hacia las cinemáticas más nuevas. En todas, o al menos en la mayoría, estaba Edmond.

Bocas, sabores, suspiros y caricias. Uno podría atribuir estas palabras a nada más que accesos carnales, pero no se trataba de eso (no siempre). Esto era más grande e intenso que el sexo, era estar enamorada. Lo veía en todas partes, incluso en mis sueños más íntimos y bochornosos. Me desvelaría texteando con él noche tras noche si no fuera porque Edmond me daba las buenas noches a las doce en punto, o en su defecto, a las una.

Micky me había ganado de antemano, ella tenía razón: era inevitable.

Me giré en dirección a la ventana, mirando a través de ella. Podía ver mucho más de lo que piensas. El barrio en donde vivía se situaba en una de las zonas más altas de Fresno; desde allí podía divisar las diferentes casas que bajaban por la calle, además de los locales y lo que más interés me despertaba: gente. Con mucho cuidado posé mis antebrazos sobre el marco de la ventana y seguidamente hundí el mentón encima. No tenía pensamientos profundos acerca de las acciones humanas, honestamente me consideraba alguien con ideales o reflexiones sumamente planas. He de contarles que cuando era una niña solía adoptar un léxico más rebuscado, fue difícil darme cuenta de lo vergonzoso que resultaba eso.

Las mañanas eran calmas en fines de otoño. El cielo seguía oscuro, apenas podía diferenciarse del tormentoso gris que anunciaba una próxima lluvia. Alcé la vista, como si pudiera ver más allá del marco de la ventana. Los relámpagos iluminan el cielo en reiteradas veces, se ramifican a través de nubes cargadas de agua.

Hacía mucho frío. Edmond no debería de estar pasándola tan bien.

El cielo tiembla y el vidrio de la ventana vibró bajo las yemas de mis dedos. Y en ese momento... aprecié la vida.

—¡Loha, metete a la ducha! ¡Te haré el desayuno antes de ir al trabajo! —La voz de mamá aumentaba progresivamente al subir por las escaleras.

Oír su voz desde tan temprano me irritaba. No era por ella, era simplemente por el ruido. Adherí mi mejilla contra el gélido vidrio y aguardé en silencio.
De vez en cuando, cuando me aburría, tenía de los entretenimientos más macabros. Podría darse meramente por el rencor y el egoísmo que surgió a partir de que no me ayudaran antes del accidente. Sin embargo, algo dentro de mí, muy al fondo de mi corazón, quería hacerlos sufrir. El silencio era mi negocio. Porque el silencio, a veces, nos recuerda a la muerte, al mal presagio que viene tras la incógnita. Me mantenía en mudez, dejaba que sus mentes maquinaran a la merced de la culpa: «Oh, no. Realmente lo hizo. Lohane finalmente ha muerto».

Adiós, extraño ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora