Capítulo 5

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Dylan

Sin pensarlo, recogí a Katherine del suelo y la metí rápidamente en el coche. Fuimos a toda prisa hacia mi casa y le dije a mi chofer que llamara al doctor para que acudiera lo más rápido posible. Le contaron lo sucedido al doctor para que viniera con el material adecuado para salvar la vida de esta chica. No permitiré que muera.

—¡No te dejaré morir, aguanta! ¡Sé que puedes hacerlo! Aún no nos hemos peleado lo suficiente —le hablaba con desesperación, mi voz cargada de urgencia y esperanza. Podía sentir la tensión en mis mandíbulas y la firmeza en mis ojos, tratando de transferirle mi fuerza.

No paré de hablarle en todo el camino. Me tranquilizaba pensar que en el fondo estaba escuchando mi voz. Aunque suene estúpido, confiaba en que mi voz la ayudaría a resistir. Cuando llegamos, la cogí en brazos y la llevé a toda prisa hacia mi cuarto. No lo pensé ni un segundo; mi cama es mucho más cómoda que la del cuarto de invitados. Cuando llegó el doctor, lo encontré un poco incómodo, pero no había tiempo para preguntas. No me importaba nada, él tenía que ir de inmediato a ayudarla. Después ya le contaría lo que tuviera que saber. Antes de que el doctor entrara, le dije que más le valía salvarle la vida. Había perdido mucha sangre, y de verdad estaba preocupado. Sentía que tenían que pasar muchas más cosas con esa mujer, así que no podía dejarla morir. Inmediatamente entré detrás del doctor y me quedé observando desde la punta de mi cama. El doctor me miró pálido, como si hubiera visto un fantasma.

—Señor, la chica ha perdido mucha sangre. No creo que pueda sobrevivir sin una transfusión —dijo el doctor, su rostro reflejando una mezcla de preocupación y urgencia. Sus ojos estaban muy abiertos y su frente perlada de sudor.

—Soy donante universal —respondí, con determinación en la voz y los ojos llenos de decisión.

—Si lo que necesita es sangre, ¡yo se la daré! Vamos, doctor, rápido, haga la transfusión —mi voz era firme, casi autoritaria. No había espacio para la duda o la demora.

Me quité la americana y remangué rápidamente la manga de mi camisa. El doctor sacó el instrumental y comenzó a mandar mi sangre hacia las venas de Katherine. Estaba pálida como la nieve y fría como el hielo. Sus labios empezaban a ponerse morados. Cada vez estaba más nervioso.

—¡Doctor, qué está pasando! —pregunté con un tono que mezclaba desesperación y exigencia. Mis ojos no se despegaban de Katherine, llenos de miedo y determinación.

—Señor, la chica necesita más sangre —respondió el doctor, su voz temblando ligeramente, consciente de la gravedad de la situación.

—Dele toda la que necesite —ordené, con los dientes apretados y una mirada fija de resolución.

—Pero, señor, podría desmayarse si le sigo extrayendo —advirtió el doctor, su preocupación evidente en su rostro y tono.

—He dicho que le daré toda la sangre que necesite —repliqué con firmeza, mis ojos centelleando con una mezcla de furia y determinación. No había espacio para la discusión.

El doctor me miró con asombro. Siempre he sido muy egoísta y él lo sabía. Después de unos minutos, empecé a marearme, pero eso no cambió mi deseo de salvarla. Vi que sus labios volvían a estar rojos como pétalos de rosa. Su piel dejó de estar pálida y álgida. El doctor me miró con una sonrisa y dijo:

—Ha pasado el peligro. Le coseré la herida. Solo necesitará reposo absoluto y antibiótico durante dos semanas aproximadamente —informó el doctor, su voz aliviada y sus ojos brillando con satisfacción profesional.

Finalmente, todo salió bien. Sentí un alivio inmenso. Observé cómo el doctor trabajaba con destreza, cerrando la herida de Katherine. Ella respiraba con más regularidad, y el color volvía a sus mejillas. Me dejé caer en una silla, agotado pero lleno de esperanza.

Donde el espejo nos separaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora