Christian sintió cómo su propia daga le acariciaba el cuello. Verónica se la había robado y había revelado la palabra secreta para usarla. Christian se arrepintió de habérsela confiado en una noche de intimidad en la ciudad de los elfos.
La daga estaba fría, pero Verónica no llegó a clavársela. Al menos, por el momento. Christian podía oler su perfume y la buscaba con los ojos, intentando traerla de vuelta o encontrar una señal en ella. Sin embargo, ella parecía muy entretenida con el cuchillo.
Kadirh hablaba algo con los brujos, pero lo hacían en voz tan baja que Christian no escuchaba nada. La noche era cerrada y la nieve reflejaba el brillo de la Luna. El caldero de los conjuros, el caldero al cual querían echar a Christian, estaba espumoso y echaba columnas de humo que se perdían en la oscuridad. Hacía ya un rato que habían dejado de echar cosas a su interior, y ahora solo se limitaban a seguir murmurando sus conjuros. Parecía que el ritual estaba llegando a su fin. Christian recordó las pinturas de las cuevas: ese caldero estaba pintado, la sombra sin identificar era Verónica, ambigua en su lealtad hasta el final.
Y luego aquellas caras de las pinturas de las cuevas. Christian tenía la sospecha de lo que tenía que hacer. Pero sabía que no tenía que hacerlo solo. Sin embargo, empezaba a tener dudas de si llegaría vivo para ello.
Un grito se oyó por encima del ruido de la batalla. Le pareció que era la voz de Robin, pero no podía estar seguro. Se preguntó qué habría ocurrido y cuántos de los suyos habrían muerto. Se arrepintió de su estúpido plan en el que dejaba a los suyos solos enfrentándose al ejército de magos negros.
—Muy bien, dentro de nada podremos comenzar —anunció Kadirh, con impaciencia en su voz.
Kadirh se alejó hacia la que parecía ser su tienda. Christian aprovechó para intentar comunicarse con Verónica:
—Verónica...
Pero ella no le dejó hablar. Rápidamente, le puso una mano en la boca, aprisionándolo para que no pronunciase palabras. Y, entonces, lo miró. Christian no acertaba a entender qué distinguía en sus ojos violetas. Parecían fríos, pero con instantes de calidez. Parecían tristes. Fue una mirada intensa, duró unos segundos y acabó cuando Kadirh volvió con un saco a su espalda.
—Ya tenemos los elementos finales —dijo, contento—. Primero, una piedra de la cueva de las pinturas, de la cueva del origen de la leyenda que hoy vivimos —sacó una piedra de un tamaño que le cabía en la mano y la echó al caldero. El humo que salía se volvió de un color azulado.
Verónica remangó entonces la manga del brazo izquierdo de Christian. Él sintió sus dedos deslizándose por su piel como si fuese una caricia. Después, sin miramientos, le rajó el brazo y echó la sangre derramada en una bolsita. Cuando consideró que tenía la suficiente, se rajó su propio brazo y echó su sangre en la misma bolsita. Por último, repitió el proceso con Nieve.
—Segundo —dijo Kadirh, con sorna en la voz, mientras Verónica se acercaba—: sangre mixta del bien y el mal, con la daga del Líder Blanco —cogió la bolsa que Verónica le ofrecía y la echó en el caldero, el cual tomó unos tonos naranjas.
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Hielo violeta
FantasíaChristian es un joven islandés que ha creído en la magia desde que, siendo niño, presenció cómo un hombre desaparecía en la plaza de su pequeño pueblo. Durante un verano solitario, sus sospechas se confirman al ver a una extraña chica de ojos violet...