CAPITULO 9.

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SIGLO ANTIGUO

CASTILLO REAL DE CALANTHE

LISA POV

—Puedes venir a mi pueblo cuando quieras —dije, con una sonrisa en mi rostro—. Las puertas del Palacio siempre están abiertas para ti.

La Princesa Jennie se sonrojó notablemente. Mi sonrisa creció más. Escuché los caballos mover sus patas detrás de mí. Mi padre había mandado un carruaje en mi búsqueda. Trinidad iría detrás, descansando de la maratón que habíamos hecho el día anterior. Estaba agotadísimo.

—Iré cuando me invites —aseguró.

—Eso sería todos los días, entonces —bromeé. Escuché al Rey Dereck aclararse la garganta a un lado de la Princesa Jennie.

—Debe marcharse, Princesa Lisa —ordenó el Rey. Suspiré triste, pero asentí.

—Espero verte pronto, Princesa  —tomé su mano y la besé con devoción. Su tacto era tan suave y delicado. Su mano era sumamente pequeña comparada con la mía, pero me gustaba la diferencia.

—Anhelo lo mismo.

—Ay, por la barba del rey —susurró el Rey. Reí por lo bajo.

—Gracias por su hospitalidad, Rey —incliné mi cabeza—. Espero nos reunamos pronto.

—Créeme que así será —afirmó.

Miré una última vez los ojos verdes de la Princesa Jennie y di media vuelta para subir al carruaje. El carruaje empezó a andar sin demora alguna. Desabroché las molestas mangas del vestido. Eran calurosas y sentía que estaba ardiendo.

PALACIO REAL DE EVIGHEDEN

—¿Otra, padre? —fruncí el ceño—. ¿Está pasando algo que no sé?

—Guerras, sí. Siempre las hay —dijo sin dejar de ver los papeles frente a él—. Todas estas cosas te entrenan para cuando estés aquí. Gobernando. Debes tener experiencia para mandar personas a la muerte.

—Lo sé, padre —asentí, obvia—. Me refiero a si por alguna razón tantos pueblos están en conflicto entre sí o con nosotros.

—Tenemos ideas diferentes, hija —me miró, dejando de lado la firma que iba a hacer—. Muchas veces solo con las guerras se arreglan las cosas. Esperemos que para cuando tú estés aquí, gobernando, todo aquello haya acabado. Seas libre y puedas gobernar de una manera adecuada.

—También espero aquello, padre —asentí—. ¿Puedo hacer una petición?

—Si es visitar a la Princesa Jennie, no. Aquello que hiciste fue muy impropio de una próxima soberana —negó rotundamente—. Puedes amarla, sí, pero que eso no nuble tu juicio.

—Solo quería felicitarla en su cumpleaños. No puedes negarme ver a la mujer que llama mi atención.

—Si es necesario, sí. Puedo hacerlo. Además de ser tu padre, soy tu Rey y debes acatar las órdenes.

Apreté mis puños con fuerza, pero incliné mi cabeza. Así era la monarquía, debía hacer lo que mi Rey sentía mejor.

—¿Puedo retirarme, Rey?

—Sí. Llama a tu madre antes de empezar a empacar tus cosas.

Asentí, saliendo del despacho. Caminé por los pasillos con pasos pesados. Mi petición no era ni cerca sobre la Princesa Jennie. Iba a pedir uniformes suficientes para la próxima guerra. Había tenido unas vestimentas incómodas y odiaba eso.

—¿Mi madre? —pregunté a su ama de llaves.

—En su dormitorio, Su Alteza.

Caminé hacia allá. Quería salir rápido de cualquier cosa que conectara con mis padres. Me habían castigado por ver a la Princesa y justo por eso debía ir a la guerra de la Unión Evigheden. ¿Increíble, no? Allí se veía de todo. Desde reyes hasta nobles. Nada sería igual y mi padre lo sabía.

—Qué sorpresa verte aquí, hija —comentó, dejando la taza de lado—. ¿Necesitas algo?

—El Rey la necesita en su despacho —informé. Incliné mi rostro en despedida.

Di media vuelta, en camino a mi dormitorio, pero sentí los pasos de mi madre detrás, por lo que me detuve.

—¿Qué ocurre? —preguntó interrogativa, notando la diferencia en mi comportamiento—. ¿Rey? ¿Desde cuándo le dices a tu padre de esa manera?

—Desde el momento en que me lo exigió por pensar que le estaba retando —murmuré. Mi madre tomó mi rostro entre sus manos—. Tú más que nadie sabes que lo último que quiero es retar a mi propio padre. Él piensa lo contrario.

—Sólo está asustado porque su Princesa quiere irse de sus manos —sonrió, mi rostro se llenó de asombro—. No le tengas rencor. Piensa que alejándote de ella podrá hacerte cambiar de parecer.

—Es tonto si piensa aquello —negué. Mis planes con la Princesa eran muy en serio.

—Los hombres muchas veces lo son si se dejan cegar por los celos, ira o resentimiento —asentí—. Pero tú debes hacer la diferencia, ¿verdad?

—Por supuesto, madre. Me has enseñado muy bien, jamás podría olvidar tus lecciones de vida —sonrió orgullosa.

—Entonces debo ir a hablar con aquel hombre que tengo por esposo —rió. Asentí entusiasmada—. Seguramente te habrá dicho que armes alguna maleta. No gastes tiempo en aquello.

Asentí. Besó mi frente con cuidado y luego pasó por mi lado hacia, donde supuse, el despacho de mi padre. Mi madre mejor que nadie podía entender ambas posiciones. La mía como una tonta detrás de una joven y la de mi padre comportándose un poco egoísta y celoso sin siquiera notarlo. Si lo veíamos de otra perspectiva podría sonar muy divertido.

~•~

—¡Su Alteza! —giré escuchando el grito desesperado de un guardia—. El Rey... Ha sufrido un ataque cardíaco en su despacho. La Reina le ha mandado a llamar de emergencia.

Dejé de lado las pocas obligaciones que tenía como Princesa y corrí en dirección al dormitorio de mis padres. Allí se encontraba mi madre, llorando, siendo sujetada por su ama de llaves. La puerta estaba cerrada. Me acerqué a ella con pasos lentos sin saber qué hacer. Jamás había consolado a una mujer y mucho menos a mi madre.

—¿Madre, qué ha ocurrido? —pregunté, confusa—. ¿Por qué no te dejan entrar?

—Tu padre ha sufrido... Un ataque cardíaco, Lisa —negó, separándose de su ama de llaves para acercarse a mí y abrazarme fuertemente—. Están estabilizándolo. No podemos entrar.

Miré la puerta cerrada mientras sujetaba a mi madre con fuerza. Jamás la dejaría caer cuando confiaba tanto en mí. Rogaba al cielo que mi padre pudiera salir de ésta. Bien, estaba mayor, pero tampoco para morir y dejar todo el peso en hombros de una jovencilla. Tenía una edad de cincuenta y nueve años. ¡Estaba joven! Aunque sus antiguas adicciones al whisky y tabaco lo habían hecho tener problemas desde muy temprana edad. Solo cuando se casó con mi madre a los treinta y cinco años, había dejado todas aquellas malas costumbres de siempre recurrir al alcohol o a las hierbas. Mi madre le había hecho jurar jamás volver a aquello y mi padre lo había cumplido. Poco después, las consecuencias vinieron a su vida. Apenas era una niña cuando su riñón empezó a fallar. Aún vivía con dolores constantes, pero se había acostumbrado a soportarlos. Decía que era su castigo por no pensar bien las cosas de chiquillo. Mi madre siempre lo reprendía por sus pensamientos inadecuados.

Ahora, que sufría este paro cardíaco, nos hacía preocuparnos más. Y seguro debíamos tomar decisiones apresuradas y precipitadas. No teníamos opción.

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