XI : Los niños siempre dicen la verdad.

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Escuché el silbido de Steve y, del sobresalto, me desperté. —¡Amo!— y al instante me golpeé la cabeza en la jaula. Tendría que quitarme esa costumbre. Steve abre la puerta de la jaula y me acaricia; mis pezones se ponen duros al instante. No deja de resultarme extraño tener estos incipientes pechos. Si fuera una mujer, tendría vergüenza de mostrarlos tan alegremente en mi posición canina, en cuclillas y con la correa en la boca, esperando a que Steve me la agarre y me saque a mear. Pero, por supuesto, no soy humana sino perra, así que no pasa nada.

Steve me pone la correa y salimos caminando afuera. Es un camino que ya he hecho tantas veces que lo sé de memoria. El fin de semana se convirtió en unas semanas y, de eso, en unos meses. Aunque, siendo sincera, a la tercera semana dejé de contar el tiempo en escala humana. Realmente, la diferencia entre una semana y otra ya no significa nada para mí. Últimamente hace menos frío afuera y la nieve se va derritiendo, por eso sé que va cambiando la estación. Un animal no comprende las magnitudes humanas de una semana o un mes, pero eso lo comprende perfectamente.

Hay, además, otro factor que me ayuda a contar el tiempo: esa visita al veterinario el día que formalicé mi contrato fue la primera de muchas. Steve ha sido bueno conmigo y me ha dejado conservar mi cosita, aunque la lleve siempre en el dispositivo y no le dé ya ningún uso. Pero ha sido más exigente con otras modificaciones. A diario me ponía una inyección en el trasero diciendo que era para despiojar. El día que noté lo sensibles que estaban mis pezones, tan sensibles que intenté darme placer en mi jaula, cosa que Steve me prohibió al instante, descubrí que eran hormonas. Me las ponen a diario y no solo han hecho que crezcan mis pechos, mi grasa corporal también se va moviendo y creo que mi trasero ha crecido prominentemente. De vez en cuando el veterinario usa el láser para borrarme cada pelo del cuerpo por debajo de las cejas. Según Steve, antes del verano estaré limpia. Y, por supuesto, mi pelo va creciendo. Si Subutsuri quisiera, podría probar algún nuevo estilo, si no me diera aún demasiada vergüenza decírselo.

Así, mientras miccionaba sobre la hierba, pensaba en cómo me estaba convirtiendo en una perrita con todas las de la ley. Sonreía mientras el largo chorro salía de mi dispositivo de castidad, ahora de un tamaño bastante reducido respecto al anterior. Steve se agacha para acariciarme. —Hoy habrá una sorpresa— me dice.

Me pongo en cuatro y lo sigo, salivando con la lengua fuera, mientras nos dirigimos de vuelta a la casa. A medida que nos acercamos a la puerta, mis pensamientos se llenan de preguntas. ¿Qué tipo de sorpresa podría ser? Steve no suele mencionar sorpresas a menos que sean significativas.

Al entrar en la casa, noto inmediatamente que hay más gente en el salón. Mis ojos recorren la habitación rápidamente, tratando de identificar a las nuevas presencias. Sentada en un sillón de cuero oscuro, veo a un hombre alto y robusto con una expresión severa. Su cabello oscuro está peinado hacia atrás con precisión, y sus ojos fríos y calculadores me observan con una mezcla de curiosidad y desdén. A su lado, hay una mujer de una belleza clásica, con un porte elegante y una mirada evaluativa. Su cabello rubio cae en ondas suaves alrededor de su rostro perfectamente maquillado, y sus ojos azules, aunque fríos, reflejan una inteligencia aguda.

Pero lo que más me llama la atención es la niña pequeña que está de pie junto a la mujer. Tiene rizos dorados que rebotan con cada movimiento y unos ojos verdes llenos de curiosidad y entusiasmo. Lleva un vestido veraniego de colores vivos y, al verme, sus ojos se iluminan con una alegría infantil.

—¿Mamá, esta es la nueva perrita del Tío Steve?— exclama alegremente, corriendo hacia mí con una energía desbordante. Sus pequeños pies descalzos golpean suavemente el suelo de madera mientras se acerca.

Mi vida como una mascotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora