XII : La llamada de la naturaleza

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Mi sueño se interrumpió a las pocas horas. Scarlett dormía plácidamente y yo me desperté con retortijones de estómago. Normalmente, me habría aguantado con fuerza. Steve ya me disciplinaría solo por un charco de pis, pero si cagaba sería peor, así que jamás lo haría en mi jaula. Pero por primera vez en meses, no estaba en mi jaula.

Tomé una posición a cuatro patas, que para mí ya es la más natural, y gateé hacia fuera de la habitación. Aunque había poca luz, había andado tanto en esa posición que me sabía el camino de memoria. Enseguida llegué a una de las salidas al exterior y, efectivamente, estaba cerrada. Tiene lógica: está abierta de día, pero de noche, mientras estoy en la jaula, está cerrada. Y desde luego, no iba a ponerme en pie para abrirla.

Noté una luz encendida en el salón y comencé a ir en esa dirección.

—Steve, ¿me abres? Tengo que hacer...

No pude ni acabar la frase porque la figura en el salón no era Steve, sino una mujer rubia, delgada y de rasgos afilados. En una mano llevaba una copa de vino a medio beber y en la otra un cigarrillo. Steve no fuma, me sorprende que le hayan dejado fumar aquí; eso, o aprovecha precisamente ahora que está sola. Vestía un pijama satinado lencero con encaje de tirantes de un negro sedoso. Todo en su porte y en su rostro gritaba un adjetivo: femme fatale. Pero algo destacaba en su cara: esos enormes ojos verdes, ojos iguales a los de Scarlett. Es su madre, después de todo.

—Vaya, vaya, no eras muda después de todo— dijo, mientras daba otra calada al cigarro.

—Yo... bueno, ya me iba...— pero justo cuando giraba sobre mí misma, escuché un silbido.

—¡No seas maleducada! ¡Quieta!

Ante ese imperativo, me petrifiqué y me giré hacia ella, deteniéndome y colocándome en posición.

Ella se acercó a mí y me echó un poco de humo en la cara, lo que me hizo toser. —¿Y bien? ¿Qué tenías que hacer? ¿Por qué querías que te abriera?

—Bueno, ya sabes...— Dije apartando la mirada.

—No, no lo sé.

Tragué saliva y lacónicamente respondí: —Cagar.

—¡Oh, pobrecita! ¡La perrita tiene que hacer caquita!— Dijo en un tono burlón y condescendiente, como se haría con un perro.

Otras veces me han hablado así, pero nunca nadie tan desconocido y la cara se me puso roja. Ella lo notó y me dio unas palmaditas en la cabeza.

—Tranquila, estoy de broma porque he bebido un poco. Ahora te saco— Se acercó a la entrada y cogió la correa—. Una norma es que para sacarte a hacer tus cosas tienes que llevar la correa, ¿verdad?

Asentí, en efecto tenía conocimientos sobre mascotas, lo cual no deja de parecerme extraño.

Me puso la correa y me sacó afuera. Caminaba con elegancia incluso en pijama y borracha, y su culo era terso y apolíneo como dos circunferencias perfectas. En el pasado, me habría resultado atractiva sin duda.

—Date prisa, ¿quieres? Hace frío aquí— Me miró completamente desnuda y recalibró sus palabras—. Perdona, tómate tu tiempo.

Voy buscando por la hierba y encuentro una zona de mi gusto. Coloco el culo sobre la hierba, que está mojada y fría. Sé que para una persona acostumbrada a hacerlo siempre en una taza de baño, esa sensación del rocío sobre tu trasero desnudo, con la libertad completa de no llevar ropa alguna y preparándote para hacer tus necesidades bajo el cielo estrellado, es difícil de describir en cuanto a satisfactorio.

Tiffany advierte mi alegría y me acaricia un poco.

—Sabes, los que decidís convertiros en mascotas me parecéis raros, pero con el tiempo me habéis empezado a gustar. Sois irónicamente más libres que muchos humanos. Cada día entiendo mejor a Steve, aunque no sé por qué Theodor siempre os trata tan mal.

Mi vida como una mascotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora