VIII : Ser una perra no es escusa para estar sucia

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Al entrar Subutsuri en el patio con pasos decididos y un gesto imperturbable, me siento inmediatamente abrumada. La fría mirada que lanza hacia mí a través del espacio me hace bajar los ojos de inmediato hacia el suelo; solo logro ver mis propios pies, el suelo que los rodea, y esos intimidantes tacones de aguja que ella lleva.

-Bu... buenas tardes,- balbuceo, más para romper el incómodo silencio que por cualquier esperanza de cortesía devuelta.

Subutsuri, sin embargo, solo emite un gruñido indiferente en respuesta, su rostro inexpresivo no revela ningún interés en la conversación. Sin más preámbulos, agarra con firmeza el collar en mi cuello y comienza a tirar con una determinación que me obliga a seguirla. A pesar del dolor que la presión inflige en mi cuello, me apresuro tras ella, incapaz de resistir, completamente sometida a su voluntad.

Llegamos a uno de los muchos baños de la casa y Subutsuri me mira con una intensidad que me paraliza. -A dentro,- ordena con una voz que no admite réplicas.

Agradecida de que en esta ocasión no utilizará la manguera, me apresuro a entrar en la bañera, mostrando un alivio evidente. Una vez dentro, ella comienza a ajustar el agua, que pronto empieza a caer en cascada sobre mi cuerpo, que a pesar de estar desnudo, de alguna manera se siente más protegido bajo el flujo constante del agua caliente.

Subutsuri aplica el champú con movimientos firmes y poco delicados. Aunque su trato es brusco, parece que no lo hace por crueldad como en nuestro anterior encuentro. Sin embargo, pronto noto una irritación creciente en mis ojos y una sensación peculiar en la piel; es un champú que no he usado nunca, aspero y extraño.

Para mi horror, veo que el champú es, de hecho, para perros. Aunque inicialmente me choca, la resignación se instala rápidamente: después de todo, es el menor de los absurdos que he vivido este fin de semana.

A medida que Subutsuri continúa lavándome, su trato es agresivo, usando las uñas en lugar de la palma de la mano, lo que añade una sensación de peligro a la ya incómoda experiencia. Trato de reprimir las muecas de dolor, consciente de mi papel de sumisión total.

Finalmente, después de enjuagar meticulosamente cada centímetro de mi piel con una eficiencia casi mecánica, Subutsuri parece, por primera vez, cambiar ligeramente de actitud. Con sus uñas largas en excelente manicura estilo francés comienza a rascar mis testículos que  son la única zona libre del vestigio de mi masculinidad encerrada en el dispositivo de castidad. Lo hace solo con las uñas y la yema de los dedos , como quien rasca la oreja de un perro para relajarle.

A pesar de la humillación continua, ese pequeño gesto de ternura, por mínimo que sea, me toca profundamente. Me veo reflejada, no como el ser humano que solía ser, sino como la criatura completamente dependiente que he llegado a ser, y por un instante, un destello de gratitud sincera pasa por mi corazón hacia Subutsuri. Cuando ella me mira de nuevo, sus ojos muestran un atisbo de comprensión, y por primera vez, me siento como si realmente viera a la perra que ahora soy, no con desprecio, sino con un reconocimiento de mi nueva realidad.

Cuando Subutsuri, la criada, me pasó sus rígidas uñas por la piel durante el baño, sentí un estremecimiento de dolor, especialmente cuando rozó el escroto mientras limpiaba el dispositivo de castidad. Reprimí un patético gritito, tratando de mantener la compostura a pesar del malestar.

Subutsuri manejaba mi castidad con un cierto desdén, como si cada contacto con el dispositivo de castidad la hiciera reprimir una risilla .Su expresión era de altanería puede incluso que de desprecio . No obstante, ya no me golpeaba como antes, de algún modo su violencia había dado paso  a una más sutil condescendencia , lo que no quita que su manipulación del dispositivo de castidad me causaba una incomodidad considerable.

Mi vida como una mascotaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora