CUARENTA

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Su padre le dio exactamente la localización de donde yacía su madre. Entramos en el cementerio agarrados de las manos, con Fiodor y varios más siguiéndonos. No iba a dejar que nos pillaran por sorpresa otra vez, así que, por si acaso, nos cubrí las espaldas. Caminamos a paso tranquilo, ella nerviosa y tensa, por lo que aprieto su mano para tranquilizarla y hacerle saber que estoy así.

— Es aquí —susurra poniéndose delante de una lápida donde pone el nombre de su madre.

Ella suelta mi mano y se encarga de limpiarla con su mano, quitando las hojas y las ramas que han caído de los árboles que se ciernen sobre ella.

— Te dejaré a solas, estaré justo atrás.

Chiara, que está agachada, me mira y asiente. Meto las manos en los bolsillos de mi chaqueta de cuero negra y la observo desde una distancia prudente. Había hablado con su madre antes de casarnos, le había rogado que asistiera a nuestra boda, pero ella se había negado porque no podía ver a su hija casarse con el hombre y el mundo que la haría infeliz. Una parte de mí siempre piensa que debería haberla alejado yo y quizás nada de eso hubiera pasado.

Pero no puedo echarme la culpa de lo que hizo Gina. Están buscándola, siendo cautos, claro. ¿Sabrá Masha dónde está? Llevo días preguntándomelo y he estado intentando que la pregunta no salga de mi boca cuando estoy con ella. Lo estropearía todo.

Observo los hombros de Chiara sacudirse y apoyar una mano en la lápida. Chasqueo mi lengua y me acerco a ella a paso lento.

— Eh, cariño, ¿estás bien? —Me agacho y le pongo una mano en su hombro.

— Estoy bien —limpia sus lágrimas con el dorso de su mano y se levanta.

El día está gris. Las nuble densas en el cielo nos informan que va a caer agua, y bastante. Corre aire, pero no tan frío como en Rusia. Las hojas de los árboles se caen y mi chica suspira pesadamente.

— Podemos irnos —la veo mirar la lápida una vez más, despidiéndose y empieza a caminar.

— Cuidaré de ella, señora Bianco, y esta vez lo haré bien —le digo antes de asentir con mi cabeza a la lápida y seguir a su hija.

Doy largas zancadas hasta ponerme a su lado y ella agarra mi brazo. La miro, tiene sus ojos rojos pero una pequeña sonrisa en su rostro. Su pequeña nariz está también roja.

— Gracias por traerme.

— No tienes que darlas —niego con la cabeza—. Deberías haber venido hace mucho.

— Es bueno sentirse segura de nuevo en casa —salimos del cementerio y Fiodor nos abre la puerta del coche para que nos montemos.

El siguiente destino es: casa de su padre, que se mudó a San Marino. Cogemos un vuelo hacia el aeropuerto de Rimini y después conducimos al pueblo, que nos queda a cuarenta y cinco minutos de camino. Ella luce callada a mi lado. Voy conduciendo mientras Fiodor me sigue. Los demás se han quedado en Roma porque es innecesario tener tanta seguridad aquí. Ya he reservado para ellos una habitación en el hostal en el que vamos a hospedarnos también nosotros. Paremos un par de días aquí antes de volver a Rusia, aunque ella puede quedarse el tiempo que quiera.

— ¿Te preocupa algo? —Le pregunto cogiendo su mano, que descansa en su regazo.

— No, todo va bien —aprieta mi mano y la miro de reojo para verla sonreír— Es muy hermoso, ¿verdad? —Pregunta refiriéndose al paisaje.

— Mucho.

Las colinas verdes y la carretera sinuosa nos acompañan en nuestro viaje. Es una maravilla verlo. Verde, vivo y alegre, como ella. O al menos como era antes de que todo esto pasara. Desde que recibimos el dedo, me cuesta ver su sonrisa y está siempre ida y tensa. Lo entiendo, por eso le estoy dando espacio y el tiempo que necesite.

A LA CAZA DE CHIARADonde viven las historias. Descúbrelo ahora