Las ayudas no son gratis

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Suburbios Docke


Hina Won llevaba más de cuarenta minutos en bicicleta cuando por fin vio la explanada a la que se refería Suguru Kugisaki por teléfono. Después de mucho debatirlo con la almohada, tomó la segunda decisión (por iniciativa propia) desde que le conocía, y temía que volviera a equivocarse. La primera decisión que tomó por cuenta propia fue la de aceptar la sucia oferta de Suguru, de pagarle el alquiler a mamadas. Por supuesto y como ya temía, las mamadas no tardaron en transformarse en sexo al completo.

Pero la segunda decisión que había tomado era la de hablar con él de otro tema diferente. Insistió mucho en que no quería ir a casa para llevar a cero las probabilidades de que se quisiera cobrar el alquiler por adelantado, pero lo que no se esperaba es que la mandara tan lejos a hablar con él. Empezó a arrepentirse a medio camino, pero igualmente lo hizo.

En los suburbios Docke habían fosas comunes y puntos limpios por doquier. Un barrio lleno de animales y personas vagabundas que no tenían futuro. Y un vertedero de ilusiones también. Según se acercaba a la parte trasera de la gasolinera donde la mandó, fue frenando. Se bajó de la bicicleta y la ató a una farola, mirando algo temerosa su alrededor. Era una joven pequeña, de ojos azules con el pelo negro y a la altura de los hombros, ligeramente ondulado. Su flequillo se removió inquieto ante el aire gélido de la zona, que ya venía con un olor mezcla de carbón y algo podrido. Reconoció la imponente figura de Suguru, de su hermano Yüji y de otros tres hombres, todos ellos con gafas de sol y miembros del clan. Los mafiosos hablaban de algún tema mientras fumaban. Hina sintió el frío y se arrepintió de haber venido sólo con una simple camiseta de manga larga. Recibió un mensaje de él. Lo leyó mientras tiritaba.

"Ve a la cafetería que hay a la izquierda y siéntate en la última mesa. No pidas nada ni hables con nadie."

Hina se guardó el móvil y se dirigió al lugar.


Cafetería


Era un antro. Había polvo y olor a cigarrillo por todas partes, y la mesa a la que la había enviado estaba cerca del aseo y el tufo a orín se intensificaba por momentos. Puso una expresión de asco y se sentó despacio en la silla, que crujió ante su poco peso.

El camarero que se paseó por allí parecía drogado. Tenía un cigarrillo a medio fumar en la comisura y portaba una tetera humeante. Al verla, paró y se quedó mirándola embelesado, con cara de baboso. No dijo nada, sólo la miró.

—... Aún no pediré, estoy esperando a alguien —dijo, con un hilo de voz. El hombre no se movió, siguió incomodándola con la mirada absorta. Hina siempre había sido miedosa y tímida, y aquellas situaciones la bloqueaban. Metió la mano en su bolso para agarrar el teléfono, cuando de repente una enorme mano cayó sobre el hombro del camarero y lo apartó hacia un lado.

—Mark, no seas puto mirón. Trae dos cervezas y vuela de aquí —Suguru también venía fumando. Empujó al tal Mark hacia la barra y éste se fue trotando.

—No, yo...

—¿Te apetece otra cosa? —preguntó el japonés, quitándose las gafas de sol para engancharlas en el cuello de su polo.

—Sí, estoy helada.

—MARK, TRAE UNA CERVEZA Y UN... ¿café...? —ella asintió—. UN CAFÉ.

—¡Marchando!

Suguru sorbió un poco por la nariz y se la rascó. Se sentó y la silla crujió más fuerte.

—Bueno, Hina, has estado pesadita. ¿Qué coño quieres?

La doble cara de la perversidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora