Capítulo 5

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Antes de reencontrarme con Rebecca, para mí era difícil distinguir los tonos de los colores

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Antes de reencontrarme con Rebecca, para mí era difícil distinguir los tonos de los colores. Las cosas podían ser azules, verdes o moradas, pero jamás celeste, menta o lila. Y ella, de hecho, jamás supo esto; nunca se lo hice notar, y ella no hizo nada para solucionarlo.

Su vestido fue el que me enseñó a fijarme realmente qué tono tienen las cosas. Porque el rosa que tenía cuando la ví de nuevo por primera vez no era el mismo que el tono que toma en la oscuridad, bajo la leve y blanquecina luz de luna, y ese tampoco es el mismo que se percibe cuando a la tela la golpean los rayos del sol del amanecer —que, por cierto, tampoco son del mismo anaranjado que los del atardecer—, y ese no se parece en lo absoluto al rosa que se ve cuando el cielo se ha puesto ya azul.

Así, a ese vestido lo he visto ya rosa, fucsia, coral, fresa, chicle...

Y ninguno de esos tonos se parece tampoco al de justo ahora, bajo la luz del amanecer pero con un cambio: El tiempo. Los dos —que hoy podrían convertirse en tres— días seguidos que se ha usado.

Veo, de pura casualidad, cómo Rebecca se levanta, manteniendo los ojos medio cerrados, probablemente pensando en volverse a dormir, en que está muy cansada como para empezar con el día. A pesar de eso, se sienta y me mira. Sonríe de inmediato y hago todo lo posible para que mi corazón no se detenga. Aunque de todas formas lo hace.

Tira las cobijas al suelo y luego apoya las plantas de los pies sobre éstas, dejándome libre uno de los espacios del sofá, el que antes era ocupado por sus piernas. Y quiero rechazarlo porque ahora debería estar yendo a bañarme para ir a trabajar en vez de estarla observando, de estar aquí en la sala poniéndole atención porque no puedo dejar de hacerlo.

Aún así, me siento a su lado y miro el color de su vestido.

—Esta tarde te compraré más ropa —Le digo, le aviso, sin siquiera pensarlo primero.

—No es necesario —murmura ella mientras su mano derecha se desliza por la tela de su falda. Me pregunto cómo se siente. Resisto la tentación de tocarla.

—Claro que lo es, llevas usando eso por dos días ya. No puedes vivir así.

—Bueno... Sí, no puedo —coincide conmigo, aunque sonríe como si fuera a decir algo completamente contrario a lo que pienso, y lo hace—: Aunque no es necesario comprar nada; podría robarle mi ropa a mi papá.

Y se encoge de hombros como si su frase no significara nada y su idea no fuera un sinónimo de peligro. Como si su padre no nos hubiera perseguido ayer cuando fuimos por su bicicleta; como si no estuviéramos bien y seguras solamente porque los árboles lo quisieron así.

—No —Es lo único que pronuncio antes de levantarme e irme a mi habitación. Tras unos pasos, miro hacia atrás para percatarme de que Rebecca no me está siguiendo como creí que haría, pero a pesar de eso, continúo con mi camino; no quiero su aprobación, no quiero su permiso.

El tiempo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora