Recuerdo 2 (Rebecca)

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Algo que recuerdo bien de mis últimos cinco años de niñez —y de mi adolescencia completa— es que todos los días se sentían iguales, porque lo eran; llegué a odiar las repeticiones justo porque eran lo único que conocía, lo único que acompañaba al ...

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Algo que recuerdo bien de mis últimos cinco años de niñez —y de mi adolescencia completa— es que todos los días se sentían iguales, porque lo eran; llegué a odiar las repeticiones justo porque eran lo único que conocía, lo único que acompañaba al dolor; a veces, incluso, lo que lo causaba y lo hacía quedarse conmigo. A veces, incluso, llegaban a parecer lo mismo.

Lo único que me hizo dejar de pensar que las reincidencias y el dolor son sinónimos fue reencontrarme con Isabel.

Isabel es un recuerdo constante, y por lo tanto también una repetición, un ciclo que no cesa, en especial al tomar en cuenta algo que en su momento no sabía: Ella ama el pasado, ama sus memorias. Y bueno, ¿cómo podría haberlo sabido cuando teníamos siete años, si a duras penas teníamos un pasado entonces?

Pero lo que importa no es eso, sino aquello que ya señalé: Isabel recuerda y repite, y ama hacerlo. Y aunque yo tenía miedo a ello, a revivir mi infancia, a que revivir los momentos que pasé con ella me trajera recuerdos de todo lo malo que pasé mientras no estaba con ella, no puedo negar que ahora amo las reiteraciones. Me tienen cómoda, y me tienen sorprendida con cómo, a pesar de todo el tiempo perdido, puedo sentirme igual que cuando era una niña y estos sucesos me convencían de que la vida era hermosa.

Tal vez hoy aprecio existir. Tal vez hoy estoy convencida de que esto es lo correcto.

Tal vez puedo estarlo siempre, porque al final esto es todo lo que esperaba que fuera: Estar con Isabel es feliz y tranquilo; mejora mi realidad.

Y ya que repetir cosas con ella no es doloroso ni incómodo, me atreví a hacerlo, a replicar uno de mis mejores recuerdos: Justo el de cómo empecé a entender qué era realmente una amistad más allá de los juegos y las risas, y de cómo me di cuenta de que Isabel era mi amiga.

Porque sí, cuando éramos niñas y recién nos conocíamos, la llamaba mi amiga; era lo lógico, no solo porque sus padres y el mío esperasen que nos lleváramos bien solo por compartir una edad —lo cual de todas formas ocurrió, de manera medianamente lógica—, sino porque realmente me era de ayuda estar con ella, tener esa normalidad que dentro de casa me era negada; tener amigos y amor y darme cuenta de que no todo en la vida era no ser querida, que a veces existir era justo lo contrario.

Pero no era realmente mi amiga, no aún. ¿Qué íbamos a saber nosotras de amistad a los seis años?

Lo que sabía, de todas formas, era que ella siempre iba a acompañarme y jugar conmigo cuando estuviera triste, y lo supe también el día en el que empezamos a ser amigas. Lo supe mientras mi padre me llevaba llorando a su casa y me amenazaba con regresar a la nuestra y dejarme allí por toda la noche, sola, aún sabiendo cuánto miedo me daba la oscuridad, aún sabiendo que, incluso si yo me sentía herida por él y él no me quería, yo deseaba que me protegiera, en especial desde que mi madre había dejado de visitarme para conciliarme por su muerte; desde que había dejado de tener la protección de otras personas.

El tiempo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora