Lo primero que pienso tras cumplir dieciocho es "no, no estoy enamorada".
Nada sobre mi edad, nada sobre la fecha que es, nada sobre mi propia madurez; ni un solo pensamiento típico de los dieciocho; solo pienso en los besos a los que no quiero corresponder y la cama en la cual estoy; en la chica que se detiene un rato para mirar el reloj junto conmigo, tal vez queriendo saber qué me obsesiona tanto de la hora.
—Ya es medianoche —pronuncia mientras sus ojos siguen el segundero. Llega a las doce y el minutero se mueve un poco; son las doce con un minuto ahora.
—Ya es medianoche —repito después, pero no puedo sonreír como ella lo hace, ni puedo mirarla como ella me mira; no puedo amarla y seguro tampoco podría amarme así a mí misma.
Recibo su beso en la mejilla justo antes de que hable otra vez:
—Feliz cumpleaños.
—Gracias; igual.
Solamente hacen falta unos segundos para que me dé cuenta de la tontería que acabo de decir, y a pesar de que debería estar riéndome o muerta de vergüenza, la chica a mi lado es la única que se ríe; yo no reacciono ante mis propias acciones, solo sigo mirando el reloj mientras escucho la carcajada de la mujer que me ama.
Y entonces se detiene y, con la mano en mi hombro, me invita a tirarme en la cama junto a ella; yo lo hago esperando que quiera hablar o hacerme preguntas, que por fin me haga realmente pensar en que tengo dieciocho en vez de solamente reconocer que así es, pero en realidad eso no es lo que quiere; solo tarda unos segundos en acercar su rostro al mío de nuevo, pidiéndome seguir. Sus brillantes ojos ruegan por un beso y mi revuelto estómago ruega para que me vaya.
Pero la culpa me mantiene pegada a esas sábanas y a sus labios; tardo más de lo que me gustaría en por fin reaccionar y hacer las cosas de acuerdo a lo que quiero, a mi tan intenso deseo de escapar; escapar de mi culpa aunque eso la vuelva peor.
Pongo la palma en el pecho de la chica y la empujo lentamente; entiende que quiero que se detenga y lo hace, pero sus ojos aún me piden que continuemos. Yo suspiro e intento no llorar; intento también no quedarme, y en unos segundos, intento también hablar. Las palabras me salen rápidas:
—Tengo que irme a casa.
—¿Ya? —pregunta ella y veo cómo las lágrimas caen por su rostro; parece que genuinamente me va a extrañar. Y yo otra vez me siento mal por saber que tal vez jamás volveré siquiera a pensar en ella.
—Sí, es que... mis papás no saben que estoy aquí. Y los tuyos tampoco y... Ya sabes, no quiero causarte problemas.
—Bueno, yo tampoco quiero causarte problemas —dice ella, y me besa la frente con tal rapidez que ni siquiera puedo negarme a que lo haga. Suspira mientras me toma las manos—. Adiós; te amo.
—Te... —Quiero corresponderle, pero sé que no lo hago, y eso me ata la lengua—. Te quiero muchísimo. Gracias, Irina.
—¡Nos vemos mañana! —exclama ella, fuerte, sin miedo, mientras yo salgo por su ventana de la manera más cobarde.
Salgo corriendo sin dejarle en claro que ese mañana no existe.
Una vez volteo atrás y ya no puedo ver la casa de Irina, no me molesto en apurarme a llegar a la mía; no era eso lo que quería hacer, simplemente quería irme de esa habitación; quería escapar del sentimiento: Tampoco la amo a ella. Y sé perfectamente por qué es así. Y eso hace que me duela el corazón.
Con la presión en el pecho y la respiración difícil, me siento entre todo el pasto y dejo que me haga picar los brazos; es una sensación molesta, pero no me quita el recuerdo, y sé entonces que se va a quedar conmigo por toda la noche. Me acuesto y dejo que las lágrimas fluyan; dejo al recuerdo estar.
Entonces, cuando cierro los ojos, allí está ella. La persona por la cual no puedo amar a nadie.
Aparecen en mi cabeza las imágenes de cuando tenía siete años y una niña de mi edad jugaba conmigo en los columpios, nadaba conmigo en el lago, me abrazaba apenas entraba a mi casa y sonreía como si yo fuera lo más precioso que tenía. O tal vez solo quería ver en ella la sonrisa que en realidad tenía yo, la sonrisa que me arrebató cuando se fue.
Cuando tenía siete años, yo tenía una amiga llamada Rebecca, y entre la niñez, la inocencia y los juegos, se robó mi corazón. Así, ella fue la primera persona a la cual amé; incluso, en realidad, la única persona a la que he podido amar.
Pero jamás se lo dije; a los siete años, jamás pensé que Rebecca podría irse; a los siete años, pensé que podría esperar. Pero no fue así; un día simplemente dejó de venir a casa y jamás me dijo adiós, y mis padres nunca pudieron explicarme qué le había ocurrido, por qué no venía, por qué su papá ya no me abría la puerta de su casa... Y ese corazón robado se rompió; aunque ya no fuera mío, lo pude sentir. Y hoy, tal como todas las veces que me doy cuenta de que el recuerdo sigue allí, siento que no se ha reparado.
A veces pienso que Rebecca es el amor de mi vida, y duele. Duele porque jamás va a permitirme hacer una vida normal, porque la culpa me ata a las camas de otras personas y al mismo tiempo me aleja de éstas, porque no me permite querer a nadie más, porque nunca siento nada tan fuerte como siento esta memoria.
Porque todos los que me conocen saben muy bien que este es mi dolor; si mis padres pudieran verme justo ahora, seguro me preguntarían si lloro por Rebecca, si otra vez recordé que ella existía. Obviamente, pensando que sí. Y tendrían razón, siempre tienen razón.
Porque sí, solamente lloro cuando pienso en ella, porque reconozco algo:
A los siete años tuve una amiga llamada Rebecca, y me enamoré completamente de ella, y a pesar del tiempo, jamás he dejado de quererla, y sigo pensando que ella es el amor de mi vida.
Y, después de tanto tiempo, me atrevo también a pensar que ella es lo único correcto para mí.
Y me destruye, pero vivo con ello. Me levanto del pasto y vivo con ello.
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El tiempo perdido
RomanceDurante su infancia, Isabel y Rebecca fueron amigas, hasta el día en el que ésta se fue sin decir adiós. E Isabel, completamente enamorada de Rebecca, pensó que no podría tener algo más como eso en la vida. Y fue verdad, hasta el día en el que Rebec...