Recuerdo que cuando era pequeña no me gustaban las flores; no lograba ver qué era lo especial en ellas, ni entender por qué podía ser satisfactorio observar jardines repletos de éstas. Tampoco tenía ni la menor idea de por qué los chicos regalaban ramos a sus novias cuando empezaban sus relaciones o intentaban recuperarlas tras hacer estupideces; así, tampoco entendía muy bien cuál era el propósito de las florerías.
Pero era apenas un poco menos pequeña el día en el que entendí qué significaban las rosas, el día en el que por fin pude enamorarme de éstas; recuerdo eso muy bien. E igual recuerdo que, la primera vez que fui yo quien hizo crecer una rosa, se la quise dar a Rebecca. Y tal vez lo hubiera hecho, si hubiera sido un poco más valiente, si en ese momento ya hubiera estado convencida de que no está mal ni es tan raro si una chica le da flores a otra...
Pero lo importante no es la flor, sino cómo nació, cómo supe qué significaba. Por qué deseaba dársela a Rebecca. Simplemente, lo que pasó en esa tarde de sábado que me hizo apreciar a las flores.
Ese día el papá de Rebecca tocó la puerta de mi casa alrededor del mediodía, tal como todas las semanas, y tal como todas las semanas, se veía completamente cansado, estresado, incluso furioso, y Rebecca tenía esa cara de haber perdido la esperanza. Seguro estaba ya tan acostumbrada a ver a su padre así, tan harto —tal vez no del trabajo o de su vida, sino de su propia hija—, que creía que no podría cambiarlo nunca. Estaba cansada también, pero tal como siempre, le brillaron los ojos cuando pudo verme, cuando su padre la empujó hacia la sala mientras hablaba con mis padres sobre cómo cuidarían a Rebecca, como si eso le importara.
Aunque en su momento me tuvo engañada; en su momento pensé que quería aunque sea un poquito a Rebecca, aún cuando ella se veía triste todo el tiempo y de vez en cuando lloraba sin que hubiera pasado nada especialmente malo.
A mis siete años, no había forma de que me cupiera en la cabeza que algunos padres simplemente no quieren a sus hijos, y mucho menos me cabía en la cabeza que alguien tan importante y amable como Rebecca pudiera no ser querida. Pero eso pasaba aunque no lo entendiera y todo el tiempo quisiera negarlo; pasaba incluso aunque la misma Rebecca lo negara y se dijera a sí misma frente a mí que no tenía razones para llorar.
La puerta se cerró. A día de hoy aún no sé por qué el sonido se sintió diferente ese día, algo más mágico y feliz que de costumbre, aún cuando significaba exactamente lo mismo en cualquier otra tarde de fin de semana: Tenía varias horas —probablemente hasta el anochecer— para jugar con Rebecca, para hacerla feliz y yo también sentir esa alegría intensa. Después de comer, claro está.
En los platos que mis padres llevaron al comedor había pechugas de pollo a la mantequilla, macarrones con queso y puré de papa. Justo mi platillo favorito, a esa edad y a cualquier otra. Rebecca también tenía hecha agua la boca, y después de ver la comida y de vernos entre nosotras, salimos corriendo hacia las sillas, aún muy altas en comparación a nosotras. Podíamos balancear las piernas mientras comíamos; podíamos también pelearnos a patadas sin que mis papás se dieran cuenta, y me sentía feliz, y Rebecca sonreía, aunque de esa forma peculiar en la que siempre lo hizo: De una forma u otra, viéndose infeliz.
ESTÁS LEYENDO
El tiempo perdido
RomanceDurante su infancia, Isabel y Rebecca fueron amigas, hasta el día en el que ésta se fue sin decir adiós. E Isabel, completamente enamorada de Rebecca, pensó que no podría tener algo más como eso en la vida. Y fue verdad, hasta el día en el que Rebec...