Recuerdo 1 (Rebecca)

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Sabía que algún día mi padre me haría esto

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Sabía que algún día mi padre me haría esto. Se vio venir desde el día en el que mi madre se fue.

Tenía solo cuatro años cuando ocurrió, pero aún así puedo recordar claramente cómo fue ese día; el cielo estaba nublado como el corazón de casi todas las personas que asistieron al funeral. El ataúd estaba cerrado y nadie tenía permitido abrirlo, así que no pude ver a mi madre por última vez cuando me despedí de ella; solo podía intentar imaginar cómo sería su expresión si pudiera recibir mis palabras. Intentaba verla moviéndose, sonriendo, hablándome de vuelta; simplemente, viva. Pero no podía; solo la imaginaba inmóvil y con los labios bien sellados en una expresión de incomodidad.

Porque papá me dijo que ella había muerto infeliz.

¿Y cómo no iba a ser infeliz si estaba casada con él?

Pero en su momento no lo pensé así; en su momento, pensé que mamá era muy amada y que era muy feliz, porque así era como ella se mostraba ante mí; sonreía, me decía que estaba agradecida, me decía que la vida era buena.

A mis cuatro años, jamás habría pensado que esa vida buena solo se encontraba fuera de esa casa; lejos de mi padre, de sus gritos, de los puños que no me había mostrado aún, de los moretones que no conocía pero que luego serían mi día a día.

—Papi, ¿por qué no puedo ver a mamá? —Le pregunté una vez que la última persona se despidió y se empezaron a llevar el féretro, cuando empecé a procesar que se me estaba acabando el tiempo para observarla, para tener esa última prueba de que había muerto; para empezar a aceptarlo.

—No le gusta que la vean triste —Me respondió.

Lo acepté porque sabía que esa era la realidad: Si yo nunca la había visto mal, era por algo.

Así, en silencio, observé como el ataúd abandonaba la funeraria.

Verlo de nuevo mientras lo enterraban en el agujero fue más doloroso de lo que me dijeron todos que sería; yo aún no sabía lo que eran las despedidas, y vivir específicamente esa me rompió por completo, casi al mismo tiempo que los adultos lo hacían. El único que no lloraba era mi padre; él solo miraba fijamente al hoyo y mantenía una expresión seria; no parecía ni un poquito triste. Y en ese momento yo quise pensar que eso era ser fuerte, y deseé ser como él; deseé que no me importara tanto como lo hacía. Porque, como cualquier persona, odiaba y odio llorar.

Pero tal vez ahora estoy orgullosa de haberlo hecho, de no haberme parecido a papá, porque su falta de emociones no era para bien.

Aún serio, sin un solo rastro de que había querido a su esposa, me dio una rosa; me hizo la seña de que la lanzara hacia mi mamá, hacia la caja que la contenía, que ya se encontraba tan abajo como podía estar; tres metros bajo tierra.

La primera y única flor que recibí fue una que tenía que entregar a mi madre.

La dejé caer y resbaló hacia un lado del ataúd, y a pesar de que no era un juego de puntería, me decepcionó que no hubiera caído en el centro, sobre el cuerpo de mamá. Ahora tendría que moverse mucho para poder tomarla. O al menos eso pensaba en el momento, cuando quería creer que aún podría moverse, que haber muerto no cambiaría mucho las cosas; o más bien, cuando quería creer que las cosas no habían cambiado y mamá no estaba muerta.

No entendía la muerte y no quería hacerlo.

Cuando volvimos a casa después del funeral, mi padre me pidió sentarme a hablar con él

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Cuando volvimos a casa después del funeral, mi padre me pidió sentarme a hablar con él. Siendo tan pequeña, yo no sabía desobedecer, así que no lo hice a pesar de que algo en mi interior me decía que debía. Me senté en el comedor con él; yo de un lado, él del otro, y la última silla vacía. Mamá no había vuelto como creí que —tal vez— haría. Pero no pregunté por ello, sino que me dediqué a escuchar a mi padre:

—Las cosas van a cambiar; están cambiando ya, de hecho. Lo sabes, ¿verdad? —empezó, y parecía una conversación medianamente normal, de esas que hay que llevar a cabo para acostumbrar a los niños a la muerte; yo seguí escuchando, aunque mi corazón latía cada vez más fuerte, pidiéndome irme—. Mamá se fue, y ella era la única que te quería —confesó después, como si fuera natural. Yo no entendí y no entiendo por qué lo soltó de la nada, por qué no optó por fingir, por mentirme. Y mi corazón se rompió.

—¿Tú no me quieres?

Solo bastó un movimiento de cabeza para saber que no.

La conversación no continuó porque rompí en llanto. De todas formas no parecía que el viejo tuviera algo más para decirme. No me abrazó; cumplió con lo que decía. No me quería y no iba a actuar como si lo hiciera; para él, yo solo estorbaba en su felicidad.

Al menos así pude entender muchas cosas que ocurrieron en el futuro: Los gritos, los golpes, el por qué tenía que ocultar mis moretones incluso a mis mejores amigos y por qué éstos solo nacían en lugares que mi ropa pudiera cubrir. En verano, se veían en mi pecho y estómago, en invierno se extendían a piernas y brazos. E Isabel jamás lo notaba y nunca supo de ellos; nadie fuera de casa debía saber.

Al menos podía gritar por ayuda diciendo que extrañaba a mamá, aunque muchos no intentaran ver más allá de lo que decía.

—¿Cuándo volverás? —Le decía mucho al fantasma de mi madre durante el primer año, cuando más me visitaba y me veía por la ventana en las noches, cuando yo menos podía dormir y menos sonreía.

—No puedo volver.

—Papá no me quiere —comentaba también, como si ella pudiera ayudarme, como si pudiera sacarme de allí; si ella estaba fuera, ¿por qué yo no?

—Tampoco me quería a mí; ni me quiere ahora —respondía ella, y aunque me rompía el corazón, también me ayudaba; me sanaba un poco, porque me decía que el problema era él—. Pero no es el fin del mundo; soy feliz ahora. Tú también lo serás algún día, ¿sí? Solo sé paciente.

Y lo fui, por mucho tiempo, y por mucho tiempo pensé que mi madre me había mentido. Podía ser feliz en la escuela o jugando con Isabel, pero ser feliz en general siempre pareció imposible; seguía viviendo en esa casa y papá siempre era el mismo. Nadie podía ser feliz así.

Hasta que esto ocurrió. Entonces supe que la muerte de mamá, aunque había arruinado mi vida, no lo había hecho por siempre. Y supe también que ella tenía razón; yo podía y puedo ser feliz.

Isabel me hace feliz.

Isabel me hace feliz

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El tiempo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora