Capítulo 7

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Hoy es domingo, y por eso esperaba que, tal como todos los domingos, el calor y color diferentes del sol me despertaran al darme en la cara, y también esperaba poder notar el olor del pan dulce de mamá entrando por debajo de la puerta de mi cuarto

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Hoy es domingo, y por eso esperaba que, tal como todos los domingos, el calor y color diferentes del sol me despertaran al darme en la cara, y también esperaba poder notar el olor del pan dulce de mamá entrando por debajo de la puerta de mi cuarto.

Pero en lugar de eso, desperté a una hora en la que el sol aún no se había asomado gracias a los golpes en mi puerta. Desesperados, pero pausados; la persona toca como si no deseara molestarme a pesar de que necesita hacerlo —porque si no lo necesitara, ¿por qué toca a mi puerta cuando aún ni es de día?—.

Debe ser Rebecca, tal como la última vez.

—¿Isa, estás despierta? —Su voz, levemente temblorosa, amortiguada por la madera y el espacio entre nosotras, me lo confirma.

Y aunque me gustaría no levantarme porque justo encontré la posición correcta para sentirme cómoda sobre este duro colchón en el que duermo, lo hago; me pongo de pie y camino hacia la puerta para abrirla y encontrarme con el rostro de mi amiga, que aunque se ve inquieta y asustada, no parece tan aterrada como la última vez que me buscó en medio de la madrugada. De todas formas se muerde el labio, con mucho miedo y muy poca fuerza, intentando que no vuelva a sangrar la ancha y profunda herida que ya se hizo en la parte inferior de la boca.

Sin que yo le diga nada, entra a la alcoba y se sienta sobre mi cama, por encima también de la sábana hecha bola, y ese espacio que ni ella ni la cobija ocupan lo deja para mí. Me siento a su lado, tal como ella desea, y noto de nuevo nuestra diferencia de altura, ahora acentuada por el hecho de que ella se ha sentado en un lado de la cama que está más alto. Tengo que alzar la cabeza para verla a los ojos, y ella baja la suya para hacer lo mismo. Por alguna razón, nos sonreímos; pero ella se sigue viendo inquieta, y el gesto se le borra rápidamente.

—Tuve una pesadilla —confiesa antes de que yo pueda siquiera preguntarle qué le pasa. Tal vez leyó la pregunta en mis ojos—. En esa pesadilla yo... me moría —Empieza a contar, luego soltando el resto de la historia con prisa, sus palabras tropezándose las unas con las otras—: Bueno, no, en realidad... mi papá me mataba. Se enojaba conmigo y me decía que era tal como mamá y que no me quería, y me golpeaba con su cinturón y luego... Luego me tiraba al piso y me pateaba y me dolió mucho. Sentí como si mis huesos se hubieran roto. Y luego me golpeó la cabeza; muchas veces. Y... me morí, y dolió —Suspira tras terminar de hablar; luego hay silencio. Y luego se echa a llorar, abrazándose a sí misma y arañándose los antebrazos con las uñas.

Por un momento no sé qué hacer; luego le tomo las manos y espero a que me mire, lo cual hace a los pocos segundos. Unas pocas lágrimas ruedan por sus cachetes sonrojados. Intenta sonreírme, pero no lo logra.

Y la abrazo. Y llora más. Le acaricio el pelo y, tal como la vez anterior, dejo que me empape el hombro con su miedo y su tristeza.

—Tranquila, ya estás bien —hablo, aún sin saber si podrá ser de ayuda—. Estás segura, estás aquí. Nada de eso pasó —Acaricio su pelo otra vez, lentamente.

El tiempo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora