Capítulo 12

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La entrevista de Rebecca para trabajar en la florería es un domingo por la mañana, justo el día que no trabajo, justo el día en el que menos desearía estar despierta temprano

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La entrevista de Rebecca para trabajar en la florería es un domingo por la mañana, justo el día que no trabajo, justo el día en el que menos desearía estar despierta temprano. Pero lo estoy, porque le prometí a Rebecca que así sería, y porque tal vez este domingo es la excepción; quiero estar despierta; quiero acompañar a mi amiga; quiero ver cómo su nueva vida comienza a empezar.

Ambas abrimos los ojos casi al mismo tiempo, apenas se escucha el primer canto de los pájaros, con el cielo mitad naranja y mitad celeste, y le sonrío. Me sonríe de vuelta, y a diferencia de otros días, esta vez me muestra sus dientes, me muestra un entusiasmo enorme, pero no escucho su habitual "buenos días", sino que la veo saltar hacia afuera de la cama, buscar ropa entre la que hay doblada en la silla y seleccionar unas cuantas prendas. Las deja sobre la cama, justo a mi lado, y luego desaparece tras la puerta.

—Buenos días —Le digo yo a la nada, en un susurro, y por impulso termino acariciando la camiseta blanca que la chica dejó en la cama, sobre las sábanas, justo a mi lado. Bajo todavía más la voz para obedecer a otra tentación; repentina, peligrosa, y por encima de todo... dolorosa, muy dolorosa—: Te amo —digo, pensando en la mujer que usará esta ropa; hacia la mujer que usará esta ropa.

Ojalá pudiera decirlo en voz alta; decírselo a ella. Gritarlo; a su cara, en sus oídos. Pero me conozco y la conozco a ella; nos va a destruir, así que no lo haré; así que tal vez ya me basta con solo decirlo y gritarlo al viento, a la nada. Por un momento pienso en hacerlo, pero solo toma unos segundos para que eso también me parezca arriesgado.

Suspiro, y por un rato, me odio a mí misma, sin saber si es por lo que siento o por no poder expresarlo.

Me abrazo a mí misma solo para hundir mis uñas en la piel de mis antebrazos, esperando que con eso se me vayan las ganas de llorar. No funciona. Cierro los ojos solo para que eso tampoco dé resultado.

Y justo cuando pienso que ya no puedo contener el llanto, descubro que puedo y que debo. Escucho la puerta abrirse y entonces mis ojos hacen lo mismo. Observo a mi amiga y por un momento siento que mi corazón está a punto de explotar. Sus ojos brillan de la misma manera que su sonrisa, tan blanca como la toalla que envuelve su cuerpo.

—Buenos días —dice entonces, por fin, aunque con cierto apuro, y no se me queda viendo como usualmente hace después de saludarme, sino que de inmediato me da la espalda y empieza a deshacerse de la toalla, lento, como pidiéndome voltearme.

Pero no necesita pedírmelo cuando yo sé que eso es lo que debo hacer. Así, giro sobre la cama para quedarme mirando a la ventana, y escucho cómo la toalla cae completamente, con ese ruido suave y corto que tal vez en otro momento me costaría escuchar; tiemblo ante el sonido y ante el reconocimiento de por qué éste me importa. Lucho contra mi propia mente para no imaginar lo que está pasando a mis espaldas, para no concentrarme en la desnudez de mi amiga.

Me siento sucia y desagradable ante la sensación entre mis piernas. Me odio de nuevo.

—¿Cómo me veo? —pregunta cuando empiezo a sentir el pecho apretado, cuando la culpa empieza a detener mi respiración.

El tiempo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora