Capítulo 8

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Últimamente he creído ver a Rebecca en todos lados: En el trabajo, en el camino a casa, en la florería que veo desde la distancia mientras piso las calles empedradas del pueblo e incluso a mi lado en la cama cuando me estoy levantando y mi visión ...

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Últimamente he creído ver a Rebecca en todos lados: En el trabajo, en el camino a casa, en la florería que veo desde la distancia mientras piso las calles empedradas del pueblo e incluso a mi lado en la cama cuando me estoy levantando y mi visión aún es borrosa. Y tal vez tenga que ver con que el pelo de Rebecca tiene el mismo color que los pétalos de las rosas. O que las rosas me recuerdan demasiado a Rebecca.

Tal como a mis siete años, ahora veo rosas en todos lados y en todo momento. El mundo me grita lo que ya sé: Amo a Rebecca, la amo tanto que podría llorar. La amo tanto que ya lo he hecho, en años pasados y, en los últimos días, a mitad de la noche, cuando los únicos ruidos que existen son el viento y las manecillas del reloj que se mueven, que me recuerdan que el tiempo avanza pero mis sentimientos se encuentran atorados en el pasado, tal como yo.

Es como si mi mente no entendiera que aunque en su momento fue hermoso y emocionante —porque, ¿qué primer amor no lo es?—, hoy solo se siente triste. Deprimente. Como la confirmación de que realmente no puedo enamorarme de nadie más por mucho que lo intente, la sentencia de que mi primer amor será también el único.

La sentencia de que moriré sola, porque seguro nada haría que Rebecca tuviera este mismo sentimiento a la vez. Nada haría que Rebecca despertara de la misma manera en la que yo lo estoy haciendo ahora.

Porque, cuando el sol me da en la cara y empiezo a verlo todo rojo con mis ojos cerrados —vista que también me recuerda a Rebecca, a su pelo teñido, rizado y hermoso y a ese labial que se compró este último fin de semana—, siento también algo alrededor de mi muñeca, que no me aprieta pero de todas formas me lastima, porque antes de separar los párpados ya tengo una idea de qué podría ser.

Y resulta que tengo razón, y parece que el mundo se quiere reír en mi cara, o que ya lo está haciendo.

Hay un par de rosas en mi cama, cuyos tallos me atan a ésta al enredarse alrededor de mis muñecas, con mucha suavidad, sin clavarme las espinas, pero estorbando de todas formas, tal vez intentando convencerme de no ir a trabajar y quedarme aquí para pensar en Rebecca y sentirme un poquito más miserable, o tal vez mucho, y así quedar con la cara más húmeda de lo que ya está.

¿Lloré mientras dormía?

Suspiro. Cada vez estoy peor. Cada vez caigo más bajo. Derramo una lágrima mientras pienso en ello.

Suspiro de nuevo antes de mirar al reloj y decidir que debo levantarme de la cama.

Tengo que lastimarme un poquito con las plantas para podérmelas quitar de encima, pero al final, ocurre, con cierta facilidad y casi sin dejarme marcas en las muñecas; son solamente unos pocos puntitos rojos que ni siquiera se encuentran tan cerca de sangrar. Sonrío por satisfacción, la cual se va en pocos segundos, porque aunque ya no estoy atada, las rosas siguen en mi cama y yo sigo demasiado enamorada como para llevar una vida normal.

Aunque... en realidad he estado así desde hace doce años. Esto no cambia en nada la normalidad de mi vida, solo el dolor que siento cuando ésta avanza, avanza, avanza... y yo me quedo en el mismo lugar.

El tiempo perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora