Mónica
No contemplo tomar decisiones impulsivas, pero de vez en cuando viene bien acelerar. Luego de pensar algunas noches en las consecuencias, decidí que era momento de actuar. Cogí mi coche y conduje varios kilómetros por la carretera que separa Elche de Málaga.
No tenía idea dónde iba a parar. Ni siquiera tenía en mente cuánto tiempo me quedaría. No sabía nada de Vanesa desde la última vez que hablamos por WhatsApp, y de ese acontecimiento había pasado una semana. Quizás ya ni estaría en su ciudad, o tal vez no quería verme.
Subí el volumen de la música para callar los pensamientos que estaban acobardándome. Ya estaba en el aire y lo único negativo era que podía irme de allí sin haberla visto.
Aparqué el coche en la puerta de un hotel que conocía de hace algunos años atrás. Era muy sencillo y con un buen precio. Lo más fascinante era la vista al mar desde cualquier habitación. Sólo pagué dos noches y subí las escaleras con mi bolso. No llevaba mucho equipaje, de hecho casi nada. Algunas camisetas, shorts, trajes de baño y ropa interior. Lo necesario para una escapada de verano.
Ingresé a la habitación, la número siete del segundo piso. Acomodé brevemente mis cosas y me di una ducha, la necesitaba. Debatí internamente si debía o no avisarle a Vanesa. Estaba en su ciudad, a pocas calles de su casa.
No estaba muy segura de lo que hice, pero por alguna razón había llegado hasta aquí. Tampoco quería comprometerla a tener que verme, quizás tenía otros planes o algún compromiso más importante. Comenzaron a llegar dudas y, con ellas, vértigo. A mi cabeza debió parecerle una buena idea sabotearme y juzgarme antes de tiempo.
Definí que bajaría a almorzar en la playa. Conectar con el mar siempre supone aclarar la mente y alejar los miedos. Me vestí, guardé un libro, protector solar, gafas de sol, algunas cosas más y salí del hotel. Me encontraba un poco nerviosa, como con la sensación de doblar una esquina y encontrarte a quien no esperas pero en el fondo siempre has esperado.
No me costó tanto definir dónde almorzar, conocía de sobra, gracias a Vanesa, todos y cada uno de los restaurantes de la costa. Escogí una mesa apartada al resto y pedí el menú. Esperé la comida mientras cotilleaba las redes. Tomé algunas fotos de la impresionante vista que tenía frente a mí y respondí mensajes de mi familia. Como por inercia, y como venía repitiendo en las últimas semanas, busqué su nombre en Instagram. Reconocí enseguida el lugar de la foto que compartió en historias. Vanesa estaba en el chiringuito de sus amigas, donde tantas veces compartimos buenos ratos.
Estaba a un solo paso de acabar con mi propia incertidumbre. Podía enviarle un mensaje contándole donde me encontraba y quedar a su merced, pero decidí continuar abrazada a la duda.
Ya recuerdo porqué no tomas decisiones impulsivas, Mónica... Me dije a mí misma.
Continué el resto del día en la playa. Málaga huele a casa y deseaba una píldora de eso. Me bañé en el mar y terminé una novela que hacía días me tenía atrapada. Respiré viento del sur y me tumbé en la arena. Logré distraerme y relajarme. Me refugié en el silencio y en mi propia compañía.
Pensé en lo mucho que me estaba gustando este juego de te extraño pero no te busco, te pienso pero no interrumpo, aún te quiero y no lo digo. Pensé en lo poco que ambas nos movimos para encontrarnos, pero a la vez siempre fuimos espectadoras de la otra. Temí por mi templanza y las próximas decisiones que podría llegar a tomar, quizás estaba siendo un poco esclava y adicta a jugar.