Microrrelato 21: El tendero

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Temática: Relaciones.

El tendero tenía su Kiosko en la esquina de la plazoleta. Allí vendía periódicos, revistas, chucherías, agua, helados y tomaba nota de cuanto sucedía.

Calculaba que el americano tenía más de treinta y cinco años. No parecía extranjero, salvo cuando chapurreaba el español. Solía vestir con ropa deportiva o pantalones vaqueros, con un estilo que algunos podrían tildar de aniñado. Su cara podía considerarse una mezcla entre noble inglés de época victoriana y hombre primitivo. Piel clara, pelo castaño rebelde, pómulos y frente prominentes. Vivía desde hacía tres meses, probablemente sin saberlo, en la antigua casa de un famoso médico oftálmologo cuyos herederos habían transformado en varias viviendas independientes.

La primera vez que el americano se encontró con aquella joven tan diferente al resto fue un 31 de Diciembre. El tendero no trabajaba aquel dia, pero andaba cerca del puesto y por eso lo vio todo.

La joven tenía alrededor de treinta y era oriunda de la zona. Iba ataviada con un abrigo de color verde cacería y un vestido vaporoso largo, elegante. Por abajo, asomaban un par de botas marrones de caña baja y tacón grueso, que la hacían parecer todavía más alta de lo que naturalmente ya era. Se había maquillado de forma minimalista. Colorete, rímel en las pestañas y vaselina en los labios. El pelo castaño y ondulado, lo llevaba suelto. Había dejado en casa las gafas de pasta que solía lucir habitualmente.

El encuentro se produjo fortuitamente gracias a los perros que paseaba cada figurante por separado, uno blanco y otro blanco con manchas blancas, de la misma talla.

Los animales se divisaron en la distancia e hicieron todo lo posible por acercarse. Después de emitir unos ladridos cortos, bufidos y algún tirón de correa, por fin se saludaron de forma jovial. Luego, para no romper el encanto, orinaron en el mismo árbol, uno detrás del otro, en una especie de ritual sin fin que terminó cuando sus vejigas quedaron vacías.

Aquella vez, el americano no pronunció palabra alguna, pero sus ojos no podían dejar de mirarla. Ella debió de hacer algún comentario gracioso antes de despedirse y su risa resonó por un breve espacio de tiempo en la plazoleta, lugar donde el tendero comenzó a ser testigo de su historia.

Luego se produjeron nuevos encuentros, tan ansiados como esporádicos, en los que el tendero trataba de poner toda la atención en los implicados y hasta descuidaba a la clientela.

Cada vez que el americano veia a la joven en la distancia, su nerviosismo era patente. Aunque estaba de pié, no sabía dónde colocar las piernas. Tampoco sabía que hacer con los brazos o cuando era prudente levantar la mano para saludarla. Era como si lo poseyera el espíritu de un adolescente y sus primeras veces jamás hubieran existido.

El asunto llegó a tal extremo que, en los breves diálogos que compartían, al susodicho le salían las palabras a trompicones y mezclaba el español con su idioma natal, sin que ella supiera muchas veces como contestar. No quedaba claro si le hacía falta un logopeda, estaba haciendo uso de otra lengua, o ambas cosas. La escena era simpática a la vez que embarazosa, y pronto se convirtió en una rutina.

— Por Dios bendito y toda la corte celestial — un suspiro escapó de sus labios.

El tendero esperaba dia tras dia, lleno de impotencia y curiosidad, la llegada del siguiente encuentro entre los dos extraños. Estaba realmente desesperado por verlos desarrollar un argumento que le permitiera descansar y regresar a su vida monótona. 

Estaba claro que a la joven no le desagradaban las atenciones del americano. No lo rehuía ni lo rechazaba. A veces, si se cruzaban, incluso lo esperaba para intercambiar unas palabras. Sin embargo, había la suficiente timidez en ella como para seguir alimentando el fuego de aquel teatro infinito, sin que nada sucediera más allá de los encuentros en la plazoleta.

¿¡A nadie le importaba que el pobre tendero estuviera al borde de un ataque de nervios!?

El propietario del kiosko se preguntaba quién daría el paso. Quién rompería la delgada línea entre la tontería y la aventura. Quién de los dos pediría el nombre o el teléfono del otro. Quién haría despegar el cohete. Quién encendería la mecha.

¿Si nadie se envalentonaba, es que no estaba destinado a ocurrir? ¿Asi de simple?

Durante varios meses se sucedieron los saludos y las despedidas en la plazoleta, con acompañamiento canino y sin él. Hubo reuniones espontáneas en la misma acera, como si alguien moviera hilos invisibles para hacerlos coincidir a posta, y hasta en las calles colindantes.

Pero nada ocurría.

Hasta que un día el tendero perdió el rastro del americano, y la joven de las gafas de pasta continuó con su vida de siempre, aunque inevitablemente su mirada escapase hacia los lugares en los que antes solía verlo.

— ¿Y tu amigo, jovencita? — Le preguntó pasado un tiempo.

— ¿Qué amigo? — Parecía sorprendida.

El tendero nunca había hablado con ella hasta aquel momento, aunque la conociera desde siempre.

— El guiri — Señaló el hombre del kiosko — ¿Dónde está?

Ella se encogió de hombros y su mirada se volvió triste, aunque su boca esbozó una sonrisa.

— Está bien así — Musitó la joven, finalmente.

El tendero no quiso quedarse con la incógnita y luchó por conseguir respuestas.

— ¿Pero ustedes...?

— No, — Negó con la cabeza — supongo que hubiera sido complicado.

El tendero entrometido insistió, sin comprender el motivo.

— ¿Pero...por qué ni siquiera lo intentaron?

La joven dudó un instante, como si temiese confesar algo.

Después, volvió a sonreir.

— Para tener un recuerdo bonito.

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