Llegamos al mercadillo en un santiamén. Me encanta la palabra santiamén. El problema es que siempre que la digo se me traba. Es difícil decirla rápido. Y yo siempre hablo rápido. He salido a mi padre. Por desgracia.
"Esto es precioso, espectacular", dice Catalina, bajándose de la bicicleta.
Estuve a punto de soltar, "tú eres espectacular", pero me callé como un campeón. Dimos un paseo por cada puesto del mercadillo, desde el más escaso hasta el más lleno. Nos dejaban sordos los gritos de cada dueño: "¡SANDÍA TAN SOLO A QUINCE EUROS!", "¡Plátanos a menos de diez!", etcétera. La gente es una gritona. Algo que nunca comprenderé.
"¿Eso no son mandarinas?", me pregunta Catalina, señalando un puesto.
"¡Equilicuá!", sonrío, corriendo hacia el puesto de la mano de Catalina.
"Buongiorno, ragazzi", nos saluda la dueña del puesto, de pelo blanco y arrugas en el rostro, "¿qué queréis?".
"Cuatro mandarinas, por favor", le digo.
La señora coge las cuatro mandarinas más naranjas que ve y las mete todas en una bolsa de plástico. Mientras tanto, saco el monedero del bolsillo y Catalina observa atentamente el empleo de la mujer anciana. Saco un billete de diez. Catalina se ha quedado oficialmente embobada con las mandarinas.
"Aquí tienes, son ocho euros", declara la mujer.
"¡Gracias!", le agradezco.
La señora me devuelve los dos euros, y cuando ya me voy a ir, veo que Catalina sigue parada enfrente del puesto, con los ojos clavados en la fruta. La agarro de la muñeca ligeramente acompañado de un "vamos, Catalina", pero apenas tiro de ella y se resiste.
"¿Usted que yo podría ser su compañera de puesto?", cuestiona, inocentemente, a la pobre mujer harta de la gente.
"¿Qué coño...?", suelta la señora, interrumpida por mí:
"¡No ha dicho nada! ¡Vámonos!", esta vez sí que tiro de Catalina, yéndonos por fin del mercadillo.
Corriendo por los pasillos del mercado dados de la mano, Catalina me pregunta:
"¿Qué es coño?".
"Eso tú no lo digas y tu reputación se quedará limpia", la aseguro.
"Bueno, vale".
Llegamos a la bicicleta. Meto la bolsa con las mandarinas en la cesta cuando Catalina me las pide.
"¿Puedo llevarlas yo?", me sonríe, "me hace ilusión".
"Claro", afirmo, "pero no las sueltes hasta que lleguemos a casa".
"Está bien".
Después de otro paseo en bici, llegamos rápido a casa. Nos bajamos, pongo la pata de cabra para que no se caiga al suelo y nos dirigimos a casa. Bueno, solo yo. Me doy la vuelta y veo que Catalina se ha quedado ahí plantada.
"Catalina, vamos", digo. Me acerco a ella para cogerla de la muñeca cuando de repente tira la bolsa de mandarinas al suelo. Caen sobre el escaso césped que sale este verano.
"¿Por qué has hecho eso?", pregunto, confundido.
"Has dicho que no la suelte hasta llegar a casa", explica, "y hemos llegado".
No me queda otra que quedarme contemplando al iluminado rostro de Catalina, reírme y recoger la bolsa caída. Entramos en casa y las dejamos sobre la encimera. Catalina pregunta si no podíamos comerlas ya, pero las reservamos para el postre. A ver si le gustan.
"¿Crees que nos toparemos con más felinos?", me pregunta Catalina, sentados en unas sillas de la cocina.
"Sí, pero tranquila", la relajo, "te enseñaré a calmarte cuando te encuentres con uno, incluso podrás acariciarlo. Los humanos lo hacemos".
"Puaj".
Catalina es cabezota. Es muy gracioso al ser una mariposa convertida en humana.
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El surrealismo de hablar con una mariposa
Non-FictionCatalina, una mariposa que un día decide convertirse en ser humano, se enamora de Lorenzo, un chico de 16 años. No tardan en darse cuenta de que el amor es mutuo. Al ser una mariposa convertida en ser humano, Catalina no sabe muy bien ciertas cosas...