Nunca nadie lo entendería.

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   La veía en los atardeceres del prado, en los maullidos de los gatos cuando me acercaba a acariciarlos, en el viento que movía a las flores, en las lunas menguantes, en las leves olas del lago del pueblo, en la melodía que expulsaba el tocadiscos... La veía ahí y en todas partes. La veía en mi mente cuando cerraba los ojos. En cada pestañeo. En cada mínimo detalle, ahí estaba Catalina.

   ¿Que en qué invertí mi vida? En escribir esta historia mientras escuchaba Limón y Sal en bucle, en soñar con ella todas las noches y en mirar las estrellas con alguna lágrima de nostalgia. El resto de mi vida sin ella ha sido una completa tortura, pero siempre me alivió el hecho de que mi alma gemela se convirtió en la constelación que me observaba todas las noches y me esperaba por el día.

   Me mudé a la playa como le dije a ella, tuve un gato al que, evidentemente, llamé Tejado. Nunca me casé ni salí con nadie porque no sería justo para la chica: nunca he superado a Catalina, desde los dieciséis jóvenes años a los que la conocí, nunca he podido sacármela de la cabeza: saliese con quien saliese, besase a quien besase, siempre iba a imaginar que esa persona era Catalina. Lo asumí y acepté que me iba a pasar el resto de mi vida con un gato, al cual trato como si literalmente fuera mi hijo.

   Mientras contemplo las olas del mar romper contra la arena y ser absorbidas por ésta, una mariposa blanca siempre se posa sobre mi hombro. Inevitablemente sonrío: algunos lo llamarán casualidad, otros destino. Personalmente siempre formaré parte de la segunda opción.

   El amor de mi vida fue una mariposa. Y el orgullo que siento hacia ello... No lo entendería nunca nadie. Nunca nadie entendería el surrealismo de hablar con una mariposa.

                                                                                


FIN.

El surrealismo de hablar con una mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora