Realidad

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Mis ojos se encuentran con los suyos en un momento de puro desconcierto, en un instante único e inimitable, esbozo una sonrisa de perpetuidad, la cual se le contagia a Catalina, y como dos ufanos, nos unimos en un abrazo tan fuerte e inesperado que nos tira al suelo; y mientras nos damos calor el uno al otro, -como si no hiciese suficiente calor ya-, nos dormimos como dos niños despreocupados.

Despierto en los brazos de mi alma gemela, cuyos ojos siguen angelicalmente cerrados. Serán las siete y media de la tarde, a lo mejor, no estoy del todo seguro. El tocadiscos ha dejado de tocar música, de hecho, creo que cesó en mitad de nuestra siesta. Lo sé porque dormido, podía escuchar el murmullo del rock que seguía sonando entonces. Me percaté de su fin.

Llevo mi mano a la capigliatura de Catalina: sedosa, suave, larga y clara, algunos de sus mechones cayendo sobre su rostro, yo devolviéndolos a su sitio.

"Catalina", susurro, "Catalina, despierta, se nos ha hecho tarde".

Ésta no contesta ni con un abrir de ojos. Le acaricio la mejilla para despertarla.

"Ya son las siete y media, creo", confieso. "Catalina, venga", esta vez elevo la voz y veo sus ojos poco a poco abrirse. "Se nos ha hecho tarde", repito.

"¿Qué hora es?", cuestiona.

"No estoy seguro, pero más de las seis y media".

"Mi horario de sueño ha sido levemente alterado últimamente", comenta, lentamente levantándose.

Nos levantamos los dos y rápidamente guardo el disco en el vinilo, cerrando el tocadiscos. Catalina inspecciona la zona mientras hago mis cosas.

"¿Qué es esto?", me pregunta, sosteniendo un cubo de rubik.

"Un cubo de rubik", contesto, "solía estar obsesionado con él con once, doce, trece años. Lo hice varias veces, pero ahora está descolocado y con polvo".

"¿Para qué sirve?".

"Para nada en especial, es para entretenerse", explico, "tienes que colocarlo de tal forma que cada cara sea de un color".

"¿Puedo intentarlo?", cuestiona.

"Claro, pero te adelanto que no es nada fácil. Mientras tanto, vamos fuera".

Nada más cerrar la puerta de casa después de salir al exterior, doy media vuelta y no doy crédito a Catalina mostrándome el cubo de rubik hecho con una sonrisa. La sonrisa es de Catalina. No del cubo. Por si se había malinterpretado.

"¡Lo has hecho!", exclamo, medio boquiabierto.

"¡No era tan difícil, por favor!", pone los ojos en blanco con la misma sonrisa, y me entrega el cubo mientras me sacude el pelo. La sangre me sube a las mejillas.

"Seguro que lo dejé fácil", intento convencerme a mí mismo, "¿adónde quieres ir?".

"Donde tú quieras", dice, encogiéndose de hombros.

"¿Quieres visitar el pueblo?", pregunto, "iremos con la bicicleta".

"¡Sí!", asiente.

Veinte minutos después de trayecto, pongo la pata de cabra de la bicicleta en la plaza, bajándonos. Hacía dos meses y medio que no volvía al pueblo, y sinceramente, está exactamente igual: la fuente sucia pero con encanto que apenas le queda agua, los perros esperando en las entradas de las tiendas a que sus dueños salgan, la señora tejiendo en una esquina, los vecinos jugando a las cartas en el bar de la calle central... Apenas hay gente, en realidad. Y con el sol que hace, tampoco creo que salga nadie.

"Es muy bonito", aprecia Catalina, sin perderse un solo detalle.

"Vamos a dar un paseo hasta un lago que me sé", se me ocurre, "y si eso, nos bañamos".

"¡Genial! Pero, no sé nadar", me recuerda Catalina.

"No te preocupes, hacemos pie en ese lago".

Nos metemos por distintas calles, procurando ir siempre por la zona de sombra. Evito pasar enfrente del instituto, lo que alarga un poco el camino, pero me merece la pena. Al fin llegamos al camino de grava eterno que conduce a la zona del lago, acompañado por cipreses y arbustos a los lados. Hay hortensias azules en éstos.

"Qué preciosidad", murmura ella, acercándose a las flores. "Me encanta tu pueblo".

Después de unos cinco minutos andando, Catalina empieza a toser. Al principio le resto importancia, pero no ceden.

"¿Estás bien?", pregunto, "¿necesitas algo?".

"No, no te preocupes. Me suele pasar".

Es imposible que le suela pasar, por Dios: lleva siendo humana desde, ¿hace cuánto? ¿Dos días? No ha tosido en todo este tiempo, y que yo sepa, las mariposas no tienen pulmones para toser.

"Si necesitas algo me avisas".

"Oye, ¿y eso de que voy a conocer a tus tíos?", cuestiona, entre otras dos toses.

"Vienen a visitarnos, pero no te van a caer bien", le adelanto, "son unos estirados. No hables mucho con ellos, no digas que naciste en una hortensia, no te inches de puré de patata delante de ellos: te juzgarán por todas partes. Estate conmigo todo el rato y te irá bien".

"Escuché la conversación que tuviste con tu hermano desde el interior de tu habitación", menciona, "¿qué es la priva?".

"Es bebida alcohólica. El alcohol es...".

"Ya sé lo que es el alcohol. ¿Tú bebes? No me esperaba eso de ti", niega con la cabeza, y vuelve a toser.

"Es que...", intento excusarme, "vale, sí, bebo a veces. Verás, Catalina, es difícil".

"Explícame por qué es difícil. Intentaré comprenderlo, como todo lo que me has descrito antes".

No sé cómo explicar a Catalina mi indiferencia hacia el resto de mi vida, no tengo ni idea de cómo contarle el desconocimiento que tengo sobre qué voy a hacer con mi futuro, me cuesta encontrar las palabras para describir la depresión a una mariposa que hace menos de dos días se convirtió en humana.

"El alcohol me distrae de la realidad en la que vivo atrapado", digo por fin.

"¿Qué realidad?".

"El hecho de que debo hacer algo con mi vida, el hecho de que no me puedo quedar aquí para siempre, el hecho de que no te vas a quedar conmigo eternamente, el hecho de que soy un cobarde, el hecho de que tengo que socializar con la gente, el hecho de que estoy acojonado".

No volvimos a abrir la boca hasta llegar al lago. 

El surrealismo de hablar con una mariposaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora