|Introducción|

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La noche ha caído, como cada día, la casa se encuentra en un sepulcral silencio pues ya pasan de las dos de la mañana, la pareja matrimonial duerme con tranquilidad en su alcoba bajo la seguridad de sus sueños y de las creencias en que su Dios los protege mientras duerme; pero la niña de doce años que trajeron al mundo se encuentra en su alcoba, desesperada, observando a todos lados, temiéndole a la oscuridad, a los ruidos, a las voces que no la dejan descansar, que susurran su nombre incontables veces, que le traen malos presagios.

No se callan, no dejan de verla.

Ahí está la niña, arrinconada contra el cabecero de la cama viendo atenta su armario porque sabe que hay algo allí esperando por ella, lo puede ver y este ser no aparta sus horripilantes ojos de su persona, Anael respira agitada, el terror recorre sus venas, el corazón le bombea tan rápido que podría tener un ataque en cualquier momento, la adrenalina corre por su sistema sanguíneo de tal manera que no puede siquiera parpadear por lo que siente.

—¿Hola? —pregunta asustada, apenas un susurro, sus ojos van hacia la puerta de salida, debería estar huyendo hacia ella pero está petrificada—. ¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¡Vete de mi cuarto!

De pronto, la puerta del armario se mueve, se abre con lentitud dejando ver la oscuridad dentro del mueble y la niña se apega más a la cabecera de la cama, no puede creer que esté pasando realmente, no puede ser... Tragando duro y con un veloz movimiento se lanza hacia el lado de su mesita de noche estirando el brazo con la esperanza de poder tomar el crucifijo que allí descansa, pero antes de que sus dedos siquiera rocen el objeto es jalada por el tobillo hacia abajo, alejándola de la mesita, arrastrándola por su lecho hasta hacerla caer al suelo.

— ¡Mamá! ¡Papá! ¡Ayúdenme! ¡Auxilio! —gritó tanto como pudo despertando a sus padres que exaltados corrieron a su cuarto, sin embargo, la perilla estaba atorada y la puerta no abriría.

— ¡Anael! —su padre forcejeó con la puerta tanto como su fuerza se lo permitía, le parecía ridículo el no poder abrirla con facilidad.

— ¡Cariño, estamos aquí! —su madre intentaba calmarla, pero estaba más desesperada que su propia hija.

— ¡Mamá! —fue arrastrada una vez más al centro del cuarto donde todas sus pertenencias se movían y eran lanzadas por los aires, ovillándose en el lugar cubrió sus oídos y cerró los ojos con fuerza, llorando y suplicando que aquello terminara—. Padre Nuestro, que estás en el Cielo, Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase en la Tierra tu voluntad como en los Cielos... —habló entre sollozos—. Líbranos del mal... Amén... Por favor, por favor, haz que se detengan...

La niña no fue consciente de la luz blancuzca que destelló en su cuarto, tampoco fue testigo de las enormes alas brillantes que se extendieron por sobre su ser y ahuyentaron a la criatura que intentaba llevársela, con delicadeza una mano se posó sobre su cabeza dándole una mínima caricia, revolviendo sus cabellos, concediéndole una sensación cálida que calmó todo su temor y todas sus preocupaciones hasta que cayó dormida por completo, relajándose finalmente.

—Duerme, pequeña, duerme —susurró la suave voz del joven alado, con una sonrisa amena, viendo a su protegida destensarse al encontrar la tranquilidad que había perdido.

— ¿Está dormido ya? —preguntó su acompañante, de nombre Casiel.

—Sí, ya ha pasado, ¿Puedes revisar que no haya demonios cerca? —volteó a verlo con semblante serio pero amable, no iba a perder la compostura por la situación que detuvo.

—Claro que sí, Gabriel —sonrió, extendiendo sus alas desapareció de la habitación en un hábil salto.

Y la puerta del cuarto se abrió sin más, como si nunca hubiese estado estancada, la pareja ingresó con premura y desesperación en busca del mal que aquejaba a su pequeña hija desde hacía tantos años. El padre la cargó con cuidado sacándola de allí para llevarla a su propio lecho, cobijar a la menor y entre abrazos y besos darle algo de paz; su madre, como cada vez que algo así sucedía, rezó por el alma de su única hija toda la noche, pidiéndole a Dios que la ayudara, que cuidara de su alma y que ningún ser oscuro pudiera hacerle daño.

Si tan solo supiera que Anael, a sus doce años, era lo que más se deseaba en el Infierno...


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